Monografico

Uno de los objetivos fundacionales de nuestra Asociación es es el de promover la edición de un manual en el que se reúnan y se pongan al día los trabajos que se han ido realizando en torno a nuestra historia y nuestra cultura. Un volumen, fácil de leer y de transmitir, en el que se analicen y se pongan al día todos los aspectos de una personalidad de la que somos herederos.

Desde esta página trataremos de coordinar trabajos y esfuerzos para recopilar toda la información necesaria y dar forma al proyecto. Agradecemos de antemano a todos nuestros colaboradores, y amigos, su atención.

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 - ENTRE PINOS Y ROBLES


PELENDONES EN LA SERRANÍA NORTE DE SORIA


Mario Díaz Meléndez (*)

Pelendones, Celtíberos y Otras Hierbas

http://pelendones-mariodiaz.blogspot.com


Fotografía de Juan Fernández Castaño (1997). “Buscando el norte” (Rello, Soria)


1. Y LOS LLAMARON PELENDONES


A la hora de mirar hacia atrás y tratar de recuperar la memoria de lo que un día fue el pueblo pelendón es inevitable retrotraernos más de 2.500 años y ponernos bajo el prisma de quienes les dotaron de aquel nombre que quedó impreso en papel (u otro soporte) y que no ha podido ser borrado por el peso del tiempo, los derrumbes de piedra y la vegetación que se empeñó en camuflar su recuerdo.


Serían los griegos focenses en el siglo VI a.C. los primeros en hacer referencia a los keltoi de occidente a través de la Ora Marítima (1, 185s., 485 s.), concepto amplio y ambiguo que ha llegado hasta nuestros días muy tergiversado y difuminado. Un siglo después el propio “padre de la Historia”, Heródoto, los definirá como el conjunto de pueblos bárbaros que habitaban el occidente europeo desde más allá de las columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar) hasta el nacimiento del Danubio (que él ubicaba en los Pirineos).


Si bien, no será hasta finales del siglo III a.C., en el contexto de la Segunda Guerra Púnica entre Roma y Cartago (218-201 a.C.), cuando los autores clásicos empiecen a conocer mejor a los celtas que habitaban Iberia, a quienes comienzan a denominar celtiberos, aludiendo de esta manera al conjunto de población mixta de celtas e iberos (Posidonio, en Diod. 5,33).


Ya en el siglo II a.C. y en paralelo a la penetración y conquista romana del interior peninsular, hace aparición el término Celtiberia en un sentido territorial muy amplio y poco preciso, tal y como vemos en Polibio (3, 17), quien al referirse a Sagunto comenta que la ciudad está situada a la falda de una cordillera que, extendiéndose hasta el mar, une los extremos de Iberia y de Celtiberia. Así, como vamos viendo, los términos celtíbero y Celtiberia fueron creados desde una óptica exterior para referirse a los pueblos hostiles que se topó Roma en un contexto histórico muy avanzado de la Edad del Hierro y que acabarían aludiendo a varios grupos étnicos con una fuerte personalidad propia agrupados a su vez en varias ciudades.


Llegados a época imperial, cuando la belicosidad del pueblo celtibérico no sea más que un mero recuerdo legendario del pasado, hacen acto de presencia los datos más significativos y relevantes para reconstruir su historia, eso sí, a partir de noticias muy breves, dispersas y hasta confusas y contradictorias que nos hablan de  las diferentes etnias, ciudades y territorios ocupados por los celtiberos. Autores como Estrabón y Plinio (siglo I), y Ptolomeo y Apiano (siglo II) harán mención a pueblos como los arévacos, belos, titos, lusones y pelendones, restringiendo el territorio de la Celtiberia a una región geográfica cuyos márgenes estarían en las altas tierras de la Meseta Oriental y la margen derecha del valle del Ebro, quedando fuera otros pueblos como los vacceos, olcades o carpetanos.


Es este el momento de aumentar el zoom y centramos en una de estas entidades de menor categoría que formarían parte de los celtíberos, los pelendones, cuyas noticias y testimonios escasos recogemos a continuación por orden cronológico.


• En primer lugar Estrabón en su controvertido Libro III de su Geografía, define la Celtiberia como una región dividida en cuatro partes, de las que solo cita a arévacos y lusones (III,4,13), incluyendo a vacceos, berones y pelendones dentro de una quinta parte de los celtiberos (III,4,19). Al respecto, el arqueólogo alemán A. Schulten propuso que el autor grecorromano adscribe a belos, titos y pelendones entre los celtíberos tomando referencias de otros autores clásicos. Sin embargo, otros investigadores no aceptarán a los pelendones, que quedarán sustituidos por vacceos, berones o por el nombre de los “celtíberos propiamente dichos”.


La Península Ibérica según el tercer volumen de la Geografía de Estrabón


• Aunque no sean nombrados como tales, Tito Livio (I a.C.-I d.C) al referirse a la campaña de Sertorio del año 76 a.C., cita, junto a los arévacos, a unos cerindones de los que no se tiene ninguna otra referencia como pueblo en las demás fuentes, por lo que la investigación acepta que pueda ser una variante del nombre de los pelendones. Aunque se tratase de pueblos diferentes, lo cierto es que el inventario étnico recogido por autores como Plinio o Ptolomeo es prácticamente el mismo a excepción de este caso, además de que su situación geográfica es muy similar como más tarde veremos, y de que cerindones y pelendones no aparecen nunca citados a la vez, por no decir que es extraño que en un inventario tan minucioso como el que hace Livio hayan sido obviados los pelendones. (Gómez Fraile, JM.; 2001).


Este mismo autor, al referirse en su Historia de Roma al año 180 a.C., matiza al hablar de una región ulterior de Celtiberia (40,39), lo que lleva al hispanista alemán A. Schulten a situar en el valle del Duero (arévacos y pelendones), a diferencia de los citeriores que habitarían los valles del Jiloca y Jalón (lusones, belos y titos). La aceptación generalizada de esta teoría que explicaría las diferencias encontradas entre el ámbito celtibérico del valle del Ebro y del Duero, sin embargo no está exenta de discrepancias a la hora de interpretar lo que realmente quiso trasmitirnos el autor clásico. Así, hay quienes a partir del acercamiento que realiza H. Arbois de Jubainville a otra cita de Tito Livio (40,47) defienden que esta “última Celtiberia” se situaría al sur del Guadalquivir (Capalvo) e incluso quienes lo vinculan al itinerario que siguieron las legiones romanas (P. Ciprés), sin obviar otras hipótesis que lo relacionan con la realidad de dos escenarios diferentes de operaciones militares situados en la Bética y Celtiberia (P. Moret).


• Plinio “el Viejo” será la primera fuente escrita en dedicar dos párrafos a los pelendones. En su obra Naturalis Historia, otorga a sus descripciones un enfoque cartográfico que sirvió como punto de partida a la hora de ubicar geográficamente con coordenadas a estas poblaciones. Así, quedaría delimitada la Celtiberia entre Segobriga, citada como caput Celtiberiae, en su sentido de cabecera o inicio de territorio (N.H., III, 25) y la ciudad de Clunia como límite final (Celtiberiae finis, N.H., III, 27). Dentro de ese territorio, Plinio recoge antiguos testimonios sobre la adscripción étnica de arévacos y pelendones a los celtiberos. Respecto a los segundos, los sitúa en las fuentes del Duero: “El río Durio, de los más grandes de Hispania, que ha nacido entre los pelendones y ha pasado cerca de Numancia y luego corre entre los arévacos y los vacceos” (N.H.,IV,112), además de quedar adscritos al convento cluniense, “Igualmente los pelendones con cuatro pueblos de los celtíberos, entre los que fueron famosos los numantinos,(…)” (N.H., III, 26). La vinculación de Numancia al pueblo pelendón ha sido una de las principales razones por las que se les atribuyó la zona geográfica del norte de Soria, además de provocar la controversia investigadora sobre la posibilidad de que Numancia hubiese sido pelendona (teorías invasionistas)


• Ptolomeo por su parte, en su Guía de Geografía que engloba ocho libros llenos de referencias geográficas y relación de ciudades del mundo conocido en el siglo II d.C., cita en el tomo segundo a los celtíberos como una comunidad más, con la misma entidad de arévacos y pelendones. Además, señala que por debajo de los múbogos están los pelendones, entre los que asigna tres ciudades: Visontium, Savia y Augustóbriga, estableciendo Numancia en el territorio de los arévacos, aparte de situarlos al norte de éstos (Geographia, II,6,53).


• Por último, y aunque no haga mención expreso al pueblo objeto de nuestro estudio, nos encontramos con la obra deApiano, quien en su extensa Historia de Roma, recogida en 24 libros, podemos encontrar descripciones de carácter etnográfico sobre Iberia, el relato de la Guerras Celtiberas y la conquista de Numancia. Cabe destacar que el autor separa a los celtas de allende los Pirineos, a los que los romanos identificaban como gálatas y galos, de los celtas e iberos que poblarían la Península, explicando el surgimiento de los celtíberos por la llegada de celtas al territorio de los iberos (Iber, 2). Además vincula a las ciudades del Alto Duero a los arévacos en el contexto de las Guerras Celtibéricas, sin citar para nada a los pelendones. También indica que arévacos y numantinos son gentes emparentadas pero distintas, lo que dio pie a que muchos investigadores interpretasen a los numantinos como pelendones.


En resumen, únicamente Plinio y Ptolomeo, y quizás Tito Livio, hacen una breve referencia directa a los pelendones, siendo éstas las únicas fichas rotas del puzle que la investigación ha tratado de reconstruir a base de sudor y paciencia, sin perder por ello la osadía de tal reto quimérico, como veremos seguidamente.


2. EL ORIGEN DE LOS PELENDONES EN LA HISTORIOGRAFÍA


A continuación intentaremos ofrecer unas breves pinceladas sobre la historia de la investigación de este grupo humano nominado por las fuentes clásicas, teniendo en cuenta los criterios que se siguieron, en primer lugar, para su delimitación geográfica, y en segundo lugar, para su adscripción a las culturas arqueológicas que fueron viendo la luz con el desarrollo de la arqueología, sin obviar la documentación aportada por otras disciplinas como la epigrafía y la lingüística que no siempre han estado a una. Para ello tendremos en cuenta las primeras referencias de la investigación sobre los pelendones, pasando a su inclusión dentro de teorías generales como las invasionistas, muy presentes a lo largo de gran parte del siglo XX, para incluirla después dentro de ópticas más recientes como la teoría de celticidad acumulativa que desarrolla en territorio peninsular Martín Almagro-Gorbea, finalizando con los últimos rabajos desarrollados tanto de forma concreta como general sobre estas gentes, sus hábitats y sus estructuras sociales, los cuales nos servirán para refrescar el estado actual de la cuestión.


2.1 SU VINCULACIÓN INICIAL CON EL TERRITORIO SORIANO


Las escuetas referencias que Plinio y Ptolomeo dedican a los pelendones, donde se cita la ciudad de Numancia como parte de éstos para el primer autor y Augustóbriga, Visontium y Savia como núcleos principales para el segundo, suponen la base de su reducción al norte de la provincia de Soria.


Así, la fijación de los pelendones a este territorio está muy unida a la identificación de Numancia con la Muela de Garray en Soria y a la constatación de la presencia de una ciudad romana en Muro (de Ágreda), testimoniada a partir de los miliarios romanos que hacen referencia a Augustóbriga.


Ya en el siglo XVI, contamos con los trabajos del erudito fray Jerónimo Zurita, quien investigando sobre la vía XXVII del Itinerario de Antonino, donde la Augustóbriga de Ptolomeo aparece mencionada como mansión en su Item ab Asturicam per Cantabria Caesaragusta entre as mansiones de Numantia (Garray, Soria) y Turiassone (Tarazona, Zaragoza), y especialmente el miliario colocado in situ (CIL II 4892), donde se especifica la distancia de tres millas romanas desde ese punto de la calzada romana procedente de poniente hasta su siguiente hito o jalón principal, llegará a concluir que la ubicación de dicha ciudad citada en las fuentes coincide con la localidad de Muro, proponiendo la delimitación de los pelendones de el NE de Soria. En este mismo siglo, Florián de Ocampo, muy dado a la creación de falsos cronicones, teorizaría sobre la idea de que los Pelendones formaran parte de los arévacos y finalmente fueran absorbidos históricamente por estos, reflexión que compartiría su coetáneo Ambrosio de Morales y tenida en cuenta durante más de 400 años. Del mismo modo y a partir de las premisas de Ptolomeo, situaría a los pelendones en la mitad superior de la cuenca del Arlanza.


Es ahora cuando se describen las ruinas de la Muela de Garray en Soria, por entonces copropietaria del solar de Numancia junto a Zamora, que de forma interesada y por cuestiones políticas fue candidata desde la Edad Media a albergar a tan legendarios y valientes héroes pasados.


Si bien, no será hasta La Ilustración, ya en el XVIII, cuando volvamos a toparnos con referencias generales acerca de los pelendones, para los cuales Loperráez se referiría en su Historia del Obispado de Osma, situándolos a partir de la lectura de las fuentes clásicas en la serranía de Soria. Este mismo autor, junto con el Padre Flórez (1751) y fray Francisco Méndez (1766), quienes realizan el primer croquis topográfico de Numancia, sugeriría la posible vinculación de la citada Visontium con Vinuesa sin aportar prueba alguna más que su mera similitud fonética (1788), planteamiento parecido al que se dará a Savia y su hipotético emplazamiento en la actual capital soriana.


Así llegamos a mediados del siglo XIX para encontrarnos con los trabajos de Eduardo Saavedra, que además de constatar científicamente el actual emplazamiento soriano de Numancia a partir de sus trabajos arqueológicos (1861), verificación que volverá a ser debatida y nuevamente tendrá que zanjar en 1890, otorgará también a la localidad de Muro la ubicación de Augustóbriga a partir de las distancias fijadas entre mansiones y la información de las piedras miliarias halladas en las localidades cercanas de Matalebreras, Pozalmuro y Ágreda, a lo que se le sumaron importantes evidencias arqueológicas como la presencia de un recinto amurallado de 3.077 metros de perímetro formadas por sillares almohadillados asentados en seco de 3,5 metros de espesor. Dicho autor establecería un origen fundacional de época de Augusto, como campamento de apoyo a las Guerras Cántabras, dentro de la red viaria que uniría Tarazona con Astorga, o lo que es lo mismo, el valle del Ebro con el Duero, planteamiento asumido por buena parte de autores posteriores.


En el último tercio del siglo XIX contamos con alguna referencia poco significativa acerca de los pelendones en Rabal, N. (1889:XIII), si bien ya entrado el siglo XX, su origen y delimitación queda definitivamente ligada sin discusión al territorio serrano soriano a través de los trabajos arqueológicos de Blas Taracena, quien los asocia con la llamada Cultura de los Castros Sorianos.


2.2.  LAS HORDAS INDOEUROPEAS


La génesis de las tesis invasionistas tomará forma a partir del estudio lingüístico de H d`Arbois de Jubainville (1893, 94), que relaciona la expansión de los celtas ligures con la Península Ibérica. Bebiendo de esta obra,A. Schulten relaciona a comienzos del siglo XX a los pelendones con un pueblo celta de Aquitania, la tribu de los Pelendos, cuyas raíces establecía en los Belendi que cita Plinio (IV, 108), delimitando su territorio en función de las ciudades identificadas por Ptolomeo (Savia, Augustóbriga y Visontium) que limitarían al sur con Numancia. (Schulten, A. 1914: 123-124). Respecto a la contradicción en la atribución de Numancia a los pelendones y a los arévacos, admitiría que los primeros pudiesen formar parte de los segundos. De hecho, a partir de la estratigrafía de Numancia, el investigador alemán defendería la presencia de un primer nivel que asignaría a los pelendones, sobre el cual se desarrollaría la ocupación arévaca.


En paralelo, Bosch Gimpera defenderá la llegada de grupos desde Centroeuropa a la Península Ibérica distinguiendo inicialmente dos oleadas célticas: la primera, en torno al cambio de milenio a través de los Pirineos orientales, identificable con la Cultura de los Campos de Urnas hallstáticos (celtas) que se asientan en Cataluña y en el Valle del Ebro, y la segunda en torno al siglo VI a.C. debido a las presiones germanas en el Bajo Rhin, los cuáles provocarían la celtización de la Meseta. (Bosch Gimpera, 1932). En lo que a los pelendones se refiere, defiende que habrían llegado a la Península en la primera oleada con su “cultura hallstática arcaica” en torno al siglo VIII a.C., para ser arrinconados en las estribaciones montañosas hacía el 650 a.C. por los arévacos belgas de la segunda oleada. (Bosch Gimpera, 1921,1932, 1940). Estos últimos serían los que se enterrarían, según dicho investigador, en las necrópolis (“posthallstáticas”) de la zona centro de la provincia de Soria, otorgándolas una cronología que no superaba el siglo IV a.C. de antigüedad.


De tal forma, Bosch Gimpera tuvo el mérito de intentar relacionar el registro arqueológico con la evidencia lingüística y las alusiones de los textos grecorromanos, pero situó a los pueblos prerromanos de la Península Ibérica en plena dependencia cronológica, material, lingüística y étnica con Centroeuropa. En su estudio La Etnología de la Península Ibérica, publicado en 1932, siguiendo los trabajos que sobre el terreno había realizado Blas Taracena (1926; 1927; 1929; 1932), del que hablaremos a continuación, establece los límites del territorio pelendón, que grosso modo limitaría al norte con las estribaciones montañosas que separaban las provincias de Soria y Logroño, al oeste correría desde Canales de la Sierra (Logroño) hasta el valle de Los Barbadillos (Burgos), bajando por el sur siguiendo la Sierra de Costalago, San Leonardo, Cabrejas y Pico Frentes, y por el este en dirección Ágreda-Tarazona hasta llegar al Moncayo.


En los años 40 matizaría algunos aspectos en la fijación de las oleadas celtas, sobretodo en relación a la segunda invasión, en la que distingue tres grandes subgrupos: 1) Celtas-germánicos de Westfalia (siglos VIII-VII a.C.) que darán lugar a la cultura arcaizante hallstáttica de Cogotas I y a algunas tribus como la de los berones y pelendones (Bosch Gimpera, 1942; 1944). 2) Conglomerados de sefes-turones a los que se unen otros pueblos celtas empujados por la presión germana, quienes se establecerían al occidente meseteño para alcanzar León, Asturias, Galicia y norte de Portugal poco antes del 600 a.C. 3) Celtas belgas, que llegarían a la Península en el primer tercio del siglo VI a.C., destacando entre ellos los belovacos que con el tiempo se identificarán con los celtíberos de las fuentes clásicas, divididos a su vez en vascones, vacceos, arévacos, belos y titos, quienes arrinconarán a las poblaciones de origen céltico anteriores (arévacos a pelendones) (Bosch Gimpera; 1942).


Dentro de esta corriente, entre las décadas de los años 30 y 50 del siglo XX Almagro Basch a partir del análisis arqueológico ofreció un nuevo modelo para el problema de las invasiones célticas en nuestro país. Así, reconociendo el origen céltico de la Cultura de los Túmulos de la Edad del Bronce que dará lugar a los Campos de Urnas, contemplará una sola oleada invasionista que tendría su inicio en torno al 800 a.C. con los Campos de Urnas indoeuropeos, a la que le acompañarían continuas infiltraciones hasta el siglo VI a.C. (Almagro Basch, 1935; 1944; 1947-48).


Blas Taracena Aguirre será el primero en llevar a cabo trabajos de prospección y excavación en la provincia de Soria siguiendo las aportaciones de las fuentes clásicas, cuyos resultados verían la luz en su primera memoria de excavaciones, realizada en 1926, donde presenta los sondeos efectuados en Ventosa de la Sierra, Arévalo de la Sierra, Taniñe y Suellacabras. Dos años después publicará su segunda memoria, donde recoge de forma más completa, por una lado un catálogo de yacimientos con la información derivada de algunas de sus excavaciones, incluyendo además los dibujos de los materiales hallados, así como las características principales de los asentamientos, el medio geográfico, etc.


En 1931, publicará en un trabajo más extenso que los anteriores, las excavaciones en el poblado celtibérico de Ocenilla, para poco después establecer los límites del territorio de los pelendones, que no difería apenas de lo propuesto por Bosch Gimpera, a excepción del límite oriental que lo sitúa en el cerro de San Millán y las Sierras de Neila y de la Umbría hasta Costalago (Taracena, B, 1933; 397).


Años después, Blas Taracena (1941) sacará a la luz la primera carta arqueológica de la Península Ibérica, referida a la provincia de Soria, donde quedaron definidas por primera vez las características generales de la Edad del Hierro, a cuya primera etapa denominó Cultura Castreña Soriana. Así, nuestro investigador de cabecera planteó que la dualidad cultural Castros de la Serranía Norte y necrópolis del centro-sur de Soria (llamadas entonces posthallstatticas) estaba reflejando dos territorios diferenciados en los que habitaron dos culturas y dos tribus, la de los castros (pelendones) de pastores y la que se superpone a éstos, de gentes agrícolas (arévacos), con las implicaciones ideológicas y deterministas que tales conclusiones englobaban.


Blas Taracena Aguirre


De tal manera, el conocimiento de la Edad del Hierro en estas tierras se vio ampliado gracias a la labor realizada por otros investigadores como Ortego Tudela,quien intervino en el Castillo de Soria, convirtiendo esta cultura arqueológica en una de las más conocidas del momento, atrayendo incluso a investigadores de fuera del país, como Harbison y Hogg, quienes se interesarán especialmente de los conjuntos de piedras hincadas documentados en algunos castros, sin obviar los incesantes trabajos de excavación que se desarrollan en Numancia de forma continuada desde finales del siglo XIX.


Esta pujante labor investigadora desplegada durante los primeros decenios del siglo XX en lo que a la provincia de Soria se refiere, empieza a caer en el olvido en torno a los años 40, sufriendo una paulatina regresión, hasta ser los estudios prácticamente inexistentes. Incluso desde instituciones como el Museo Numantino y Celtibérico, únicamente encontramos algunos nuevos descubrimientos de castros y poblados celtibéricos, que en su mayoría no serían publicados, continuando el panorama bastante inmóvil durante los 20 años siguientes.


En un plano general, se continuará el debate para aclarar si fueron dos las oleadas de gentes que penetran desde Centroeuropa (García y Bellido, 1941), o incluso tres, en la línea de Martínez Santa-Olalla (1946), irrumpiendo ya en la década de los 50 los análisis lingüísticos de A. Tovar, quien plantea una primera entrada de indoeuropeos preceltas desde fines de la Edad del Bronce, identificados con el estrato lingüístico de los hidrónimos con la raíz -nt- y otros restos lingüísticos como páramo, siendo éstos a su juicio, los pobladores más antiguos, entre los que estarían los pelendones (Tovar; 1957;1967). Al igual que Bosch Gimpera, plantearía una segunda invasión con varias oledas, ya de celtas,que culminaría con los celtas belgas que arrinconarían a los primeros, caracterizados en el plano lingüístico por el uso de nombres con el sufijo – briga. Este último autor, junto aJ. Maluquer (1954), esboza que las gentilidades detectadas en la epigrafía correspondieron en un principio únicamente a los pueblos de las primeras oleadas indoeuropeas, entre los que se encontraban los pelendones, conservando su tradición a pesar de ser arrinconados a las estribaciones montañosas por los arévacos celtíberos, lo que explicaría que estos últimos asumiesen esa organización que no está presente en otros lugares donde no hubo este contacto entre pueblos originarios de diferentes oleadas invasionistas. Al mismo tiempo T. Ortego (1951) continuará aceptando la similitud entre Belenos-Belendi-Pelendones propuesta por Taracena.


En definitiva, cogiendo aire para despejarnos ante este confuso entramado de pueblos invasores, preceltas y celtas, resumimos que para los investigadores de la primera mitad del siglo XX, éstos eran los que europeizaron la Península durante la prehistoria reciente, negando el más mínimo protagonismo a procesos de formación locales. Todo venía de fuera, el suelo absorbe y nacionaliza al invasor como diría Blas Taracena (1952, 296).


Pero la investigación invasionista no acaba aquí, sino que continúa en las tres décadas siguientes. Así, Gómez Tabanera (1967) continúa con la teoría de dos oleadas producidas hacía los años 750 y 650 a.C respectivamente y J.Mª Blázquez (1962; 1974) hace lo propio en relación a la interpretación de Bosch Gimpera, afirmando que los pelendones, como los vetones, carpetanos, astures y cántabros fueron los pobladores indoeuropeos más antiguos de la Península, los cuáles hablarían una lengua indoeuropea precéltica y serían empujados por las oledadas posteriores de los celtas belgas. Schüle (1969), por su parte, explicaba la aparición de las culturas del Hierro en la Meseta como resultado de la llegada de jinetes procedentes de Centroeuropa, y en última instancia con elementos traídos desde las estepas centroasiáticas, que habrían introducido la cultura, la lengua y el aporte étnico fundamental.


Será a finales de los 60 cuando comienza a retomarse el interés por los pelendones adscritos por la investigación al actual territorio serrano del norte de Soria y parte de Burgos (Alonso, C.). Ya entrados en los 70, aunque encontramos invasiones también en el antropólogo e historiador Julio Caro Baroja (1976), éste será uno de los primeros en plantearse analizar los caracteres locales anteriores y no sólo los efectos invasionistas, otorgando especial atención al fenómeno de la aculturación.


No obstante, es ahora cuando se produce el renacer de la investigación de los Castros de la Serranía Norte, aparcados desde hace casi treinta años, tomando el testigo de los trabajos de Taracena en el terreno arqueológico Fernández Miranda, seguido de Ruiz Zapatero (1977), quien publica el Castro de las Espinillas de Valdeavellano de Tera, impulsándose nuevamente los estudios de la Edad del Hierro soriana que cuenta con la intensa labor investigadora desarrollada por el Museo Numantino y por otras nuevas instituciones creadas en estos momentos, como el Colegio Universitario de Soria. Jorge Juan Eiroa (1979) interviene en El Castillo de El Royo, recogiendo su secuencia estratigráfica, además de la publicar nuevos materiales inéditos hasta la fecha, a lo que se le sumó el primer análisis radiocarbónico, que sirvió para encuadrar con precisión la “Cultura Castreña”, que en buena medida coincidía con lo aportado por Taracena.


Así pues, el incremento considerable de la documentación de este periodo se constata a partir de la publicación de nuevos yacimientos y lo que es más importante, aunque se siguen empleando términos como hallstattico, de clara vinculación foránea, comienza a tenerse en cuenta el sustrato local, aunque el viejo paradigma sigue imperando.


Al mismo tiempo, comienzan a ver la luz estudios desde la perspectiva de la epigrafía, como los de María Luísa Albertos (1975), quien explicaría la distinción lingüística entre arévacos y pelendones a partir de las inscripciones halladas en la provincia de Soria, donde aparece una diferenciación entre gentilicios en –um y entre aquellos que lo hacen en –o(n), conclusiones que aceptaría A. Jimeno en su estudio sobre epigrafía soriana (1980), constatando el predominio de los acabados en –um frente a los segundos y los romanizados acabados en – orum, aunque sin poder probar su adscripción a un grupo tribal u a otro. Al respecto A. Espinosa (1980) plantearía la posibilidad a partir del estudio de estelas procedentes de los valles del Cidacos y Linares de que el grupo de población no fuese pelendón, sino un grupo no céltico reducto perviviente del iberismo y de nombre desconocido. Al respecto, Gómez Pantoja indicaría que dicha anomalía onomástica ibérica hallada en este entorno se debería a que formase parte de una misma oficina lapidaria, carente por tanto de entidad étnica.


A pesar de que la investigación empieza a mirar bajo sus pies y no a cientos de kilómetros en Centroeuropa, las más añejas teorías invasionistas seguirían presentes, dando sus últimos coletazos en los años ochenta. De esta manera nos topamos con Lomas (1980), quien sigue hablando de invasiones indoeuropeas, buscando continuos paralelos con culturas centroeuropeas a las que atribuye registros arqueológicos peninsulares y elementos lingüísticos sin ninguna dificultad, encuadrando una vez más a los pelendones dentro de las primeras oleadas.


Igualmente, Salinas Frías (1982) mantiene las tesis formuladas por Bosch Gimpera medio siglo antes, mientras que defiende, a partir de las aportaciones de la epigrafía y la arqueología, la existencia de una “confederación tribal” entre los celtíberos en la que los arévacos debieron jugar un papel preponderante, siendo Numancia su capital (Salinas, 1986). Dicha teoría sería justificada por algunos de los niveles de destrucción detectados en los castros sorianos en torno al siglo IV a.C., los cuales no están claros si seguimos la documentación arqueológica de los trabajos llevados a cabo durante los últimos años (Romero, 1991).  Por otro lado, añade que las gentilidades, antes consideradas propias de los pueblos de las primeras oleadas (pelendones), debían hacerse extensivas a todos los pueblos celtibéricos, ya que es en las ciudades citadas como arévacas donde más inscripciones de este tipo se encontraron frente a aquellos núcleos del curso alto del Duero, considerados tradicionalmente como pelendones, aunque como comentan Bachiller y Ramírez (1993) no se tiene en cuenta que en esta última zona apenas hay investigación, por no hablar de su dispersión de hábitat, recogido por el propio Estrabón.

Tovar (1985) consideraría a los pelendones “afines” a los arévacos y absorbidos por éstos, llegando a los noventa con Solana Sanz (1991), último en plantear abiertamente dos entradas de pueblos celtas, una primera de grupos de montaña entre los que estarían los pelendones y una segunda de pueblos en llano y de habla celtibérica occidental que incluiría a los arévacos.


2.3. HACIA EL CAMBIO DE PARADIGMA


En los últimos 5 lustros las teorías invasionistas se han visto claramente superadas no solo porque arqueológicamente no se documenten dichas algaradas, sino porque tampoco se detecta su lugar de origen, así como las vías de llegada de esos elementos ya formados. Además, en la Península Ibérica se distinguen elementos indoeuropeos anteriores al mundo céltico clásico al menos desde el Bronce Final que obligan también a poner la mirada en el substrato local. Veamos de forma sucinta este cambio de paradigma y cómo podemos insertar en él a nuestros pelendones. Recordemos que la Cultura de los Campos de Urnas ha sido uno de los temas más tratados desde las primeas décadas del siglo XX, aunque su presencia en la Meseta nunca fue aceptada claramente, quedando circunscritos al ámbito nororiental (Almagro-Gorbea 1986-87).


En torno al 1200 a.C., gentes procedentes de Centroeuropa penetran por la actual Cataluña difundiendo nuevas formas de vida y creencias, como la costumbre de quemar sus cadáveres y depositar los restos en urnas de cerámica formando cementerios comunitarios, cuestión de la que deriva su denominación cultural.  Es a partir de los años 70 cuando su relación con los celtas se pone en tela de juicio, ya que su zona de dispersión evolucionaría hasta la Cultura Ibérica, de lengua no indoeuropea y por lo tanto diferente a la de las poblaciones célticas. Almagro Gorbea y Ruiz Zapatero(1992) propondrán que la expansión se produciría de forma muy lenta por la escisión de las poblaciones que provocaron su disgregación, lo que generaría diferencias culturales, extendiéndose por el Valle del Ebro a partir del I milenio a.C.


Así, esta “deriva cultural” de los grupos de tradición o influencia de Campos de Urnas ya en la Edad del Hierro serían las que darían forma a la configuración de la Cultura Celtibérica en la Meseta Oriental. Por otra parte, las supuestas invasiones de celtas en la Edad del Hierro no explicaban por si solas su aparición en Irlanda desde el Bronce Final, ni tampoco la presencia temprana en la Península Ibérica de elementos de cultura material, lengua, creencias, formas de vida y costumbres de clara adscripción céltica.


Es por ello que Martín Almagro-Gorbea (1992 a y b; 1993) adaptaría el modelo explicativo anglosajón de lo indoeuropeo (denominado celticidad acumulativa) planteando un remoto origen que se remontaría al menos desde la Cultura del Vaso Campaniforme. Así, para la celtización de la Península distinguiría un primer nivel protocéltico encuadrado en la transición Bronce Final-Edad del Hierro caracterizado por presentar rasgos lingüísticos pre-celtas como el Lusitano, ritos y creencias como los cultos a las aguas, costumbres como la hospitalidad, la exposición de los cadáveres de los caídos en combate a los buitres etc., de estructura social más arcaica que as gentilicias plenamente celtibéricas que son afines en pueblos históricos del occidente y centro peninsular, como carpetanos, vetones, lusitanos, galaicos, cántabros, etc., y quizás también en el extremo oriental de la Meseta en relación a los pelendones.


De este substrato surgiría la posterior cultura celtibérica en torno al siglo VI a.C. y desde su zona nuclear del alto Tajo y Jalón se expandiría por buena parte del erritorio peninsular (norte y occidente principalmente), a juzgar, según dicho autor, por la estandarización de toda una serie de elementos como las necrópolis de incineración, el armamento típicamente celtibérico, topónimos lingüísticos (–briga o Seg-), sistemas defensivos, estandarización de poblados de calle central, rasgos de religión celta, etc. Cuestiones aparte sobre el porqué es en Celtiberia y no en otro lugar con similar substrato protocéltico donde se formarían estos elementos, así como si realmente estamos tan seguros a partir de las fuentes de información a la hora de descartar otros focos regionales cercanos en el tiempo de los que derivara la celtización peninsular en la Segunda Edad del Hierro, y el hecho de que esta teoría parezca tener cierto regusto difusionista, aunque edulcorado por un proceso de aculturación en el que son los modelos los que se expanden y no las gentes. Lo cierto es que dicho sustrato protocelta es evidente desde mucho antes de que hicieran aparición los pueblos celtas que nos describen las fuentes.


Llegados a este punto y al hilo de lo que aquí nos concierne habrá que ver la realidad arqueológica que nos ncontramos en el entorno de la actual provincia de Soria para los primeros compases de la Edad del Hierro, entrando en juego la Cultura Castreña Soriana que tradicionalmente se ha relacionado con los pelendones (Blas Taracena 1954; Bachiller Gil 1987; Lorrio 1997 y Burillo 1998), cuyos estudios se verán ampliados y renovados de la mano de Romero Carnicero (1991), verdadero artífice de su sistematización.


3. LA CULTURA CASTREÑA SORIANA



Partiendo de las fuentes de información disponibles para el conocimiento de la Primera Edad del Hierro (siglos VII/VI-IV a.C.), la ciencia arqueológica nos revela en territorio soriano lo que siempre se ha interpretado como dos a realidades culturales y quizás étnicas, la de la Cultura Castreña Soriana que se desarrolla en la Serranía Norte y que supone la primera forma de poblamiento estable en la región, y la de los pobladosnecrópolis del centro y sur, actuando la Sierra de Frentes y Cabrejas como “área de fricción”.


En relación a los poblados del centro y sur provincial, tradicionalmente adscritos a la etnia de los arévacos, tendríamos una serie de hábitats ubicados en altura aunque en ningún caso inaccesibles y de tamaño algo mayor que los emplazamientos castreños. Se desconoce cualquier tipo de construcciones defensivas para estos asentamientos, aunque algunos trabajos de prospección parecen haber detectado murallas, si bien de dudosa adscripción cronológica como en el caso de Alepud (Morón de Almazán), Los Castillejos (Cubo de la Solana) y los casos de Nódalo o Las Cuevas de Soria entre otros (Revilla 1985; Revilla y Jimeno 1986-87). Su registro material se compondría de cerámicas realizadas a mano similares formal y decorativamente a las de los castros de la serranía, aunque con una mayor relación con los del sur del Sistema Central y Guadalajara. Estos muestran en ocasiones continuidad durante la II Edad del Hierro, siendo el yacimiento mejor estudiado el de El Castillejo de Fuensaúco, con una secuencia estratigráfica que muestra una ocupación continuada de más de 500 años (VII-II a.C.). En este lugar, los trabajos arqueológicos llevados a cabo por Romero y Misiego (1995) pudieron documentar fondos de cabaña y viviendas de planta circular y cuadrangular asociadas a los diferentes momentos de ocupación durante la Edad del Hierro.


La escasez y la disociación de las evidencias arqueológicas documentadas durante el Bronce Final ha generado un gran desconocimiento sobre esta etapa previa a la formación de la Cultura Castreña Soriana, para la que se aceptan de manera generalizada aquellas tesis que abogan por la plena despoblación de la región, quedando al margen del resto de la Meseta, donde se desarrollaría paralelamente el horizonte cultural Cogotas I (Jimeno y Martínez, 1998).


Al respecto, hemos creído oportuno plantear la posibilidad de que esta oscuridad documental fuese realmente el reflejo de una de las notas predominantes que vienen repitiéndose a lo largo de la historia de esta parte de la provincia, como es la lentitud y la resistencia con la que se producen los cambios y las transformaciones, así como el alto grado de movilidad y la falta de ordenamiento en el territorio de los grupos humanos detectados en toda la Edad del Bronce.


Por otra parte, Alfredo Jimeno y Juan Pablo Martínez Naranjo (1998), relacionan el escaso poblamiento de la provincia con las difíciles condiciones climáticas y ambientales del período climático Subboreal, que obligaría a los grupos móviles del Bronce Medio y Final a dejar de frecuentar este territorio, para de nuevo ser aprovechado y ocupado con el cambio climático que en torno al 800 a.C. da paso al período Subatlántico, teniendo mayor presencia los grupos que llegan paulatinamente desde el Ebro, hipótesis en la línea del modelo socioeconómico expansivo de Ruiz Zapatero (1995).


La escasa envergadura de la arquitectura de los poblados de este momento, unido a la carencia de estratigrafías verticales y a la posibilidad de que se hubieran producido fenómenos de sedimentación postdeposicional, podrían haber ocultado aún más su presencia, haciendo casi imposible su localización. Por tanto, cabría plantear la posibilidad de que estas gentes, sujetas a unas formas de vida profundamente conservadoras y autárquicas, muy lentamente fuesen asimilando todas las novedades que empiezan a penetrar en la región como consecuencia de la apertura de los circuitos de intercambio que se reactivan durante el Bronce Final a escala peninsular, las cuales pueden rastrearse a través de la cultura material.


Estas modestas evidencias se vinculan por una parte a la órbita atlántica y meseteña, con hallazgos metálicos no asociados a un registro arqueológico determinado, ubicados en los pasos naturales de comunicación de los rebordes montañosos (Covaleda, San Esteban de Gormaz, San Pedro Manrique, El Royo, La Alberca de Fuencaliente de Medina y Ocenilla), hallazgos cerámicos cuantitativamente escasos asociados a Cogotas I, documentados en lugares bien alejados de los entornos serranos (Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La Barbolla, Fuentelárbol, Cueva del Asno, Santa María de la Riba de Escalote y en la confluencia de los ríos Tera, Duero y Merdancho), algunas manifestaciones tardías como la figuraestela del Grupo III de la Peña de los Plantios (Fuentetoba) o el motivo de trisceles del Covachón del Puntal  de Valonsadero, y ya en torno al siglo VIII a.C. la estatua-menhir de Villar del Ala.


Depósito de Covaleda


Por otra parte, contamos con evidencias procedentes de la órbita centroeuropea, asociadas tradicionalmente a  los grupos de tradición Campos de Urnas Recientes, muy distorsionados ya a su paso por el Valle del Ebro. Su penetración a lo largo del Alto Duero encontrará cierta “resistencia”, manifestándose con menor intensidad que en otras regiones limítrofes donde se van configurando toda una serie de horizontes culturales paralelos, de tal manera que hasta hace bien poco únicamente se evidenciaban cerámicas excisas asociadas ya a la Edad del Hierro, (siglo VIII a.C.) en 5 yacimientos: Quintanas de Gormaz, Numancia, Castilviejo de Yuba, Loma de la Serna en Tardesillas, Quintanares de Escobosa de Calatañazor (con una pieza en la que se funde la tradición Cogotas I con estas nuevas formas emergentes). Habría que añadir el reciente descubrimiento de El Palomar (Almajano), un asentamiento de pequeñas cabañas ubicado en el llano, entre cuyos materiales cerámicos destacan decoraciones acanaladas, incisas e incluso un único fragmento exciso, así como formas relacionadas con los citados influjos llegados desde el Valle del Ebro (Morales y Bachiller 2007).


Esta escasez de datos se ha resarcido mínimamente con la constatación de la necrópolis de San Pedro en Oncala (Tabernero, Sanz y Benito 2010), asociada a tumbas de incineración en hoyo con presencia de algunas estelas caídas en sus inmediaciones y un escaso ajuar integrado por algunas lascas de sílex, una anilla de bronce y restos de las urnas cinerarias realizadas a mano, lo que vendría a confirmar una temprana introducción del ritual incinerador en tierras sorianas, en torno al siglo XI a.C. según dataciones radiocarbónicas.


No será hasta bien entrado el siglo VII a.C., cuando las poblaciones locales comiencen a superar sus reticencias internas respecto a aquellos influjos que habían ido penetrando desde el exterior, emergiendo los primeros ejemplos de hábitats con un alto grado de fijación a la tierra, como El Solejón de Hinojosa del Campo (VII y VI a.C.), el Cerro del Haya en Villar de Maña o El Castillejo de Fuensaúco, configurándose la personalidad de estos grupos.


3.2. CASTROS Y TERRITORIO


El catálogo de yacimientos recogidos para este ámbito se compone de 34 ejemplos, los cuales pueden ser considerados como auténticos castros, aunque habría que añadir algunos más recientemente descubiertos fruto de las prospecciones llevadas a cabo para la elaboración del Inventario Arqueológico Provincial. Del mismo modo no obviamos aquellos del sector nororiental por donde discurren los cursos del Cidacos, el Alhama y su afluente el Linares, y el Queiles, todos ellos en el límite de la actual provincia de Soria (Alfaro, E. 2005), aunque en su mayoría comienzan su vida en un momento avanzado del Hierro I, y a excepción de El Castillejo de Taniñe, no encajan con el paradigma de los castros de la serranía definidos por Blas Taracena (1941).


Por castro, entendemos aquellos asentamientos humanos previamente planificados con una organización social escasamente jerarquizada y compleja que se sitúan en lugares estratégicos fácilmente defendibles, tanto por la naturaleza del terreno, como por la construcción de estructuras artificiales, desde donde controlan la unidad elemental del territorio que explotan, quedando organizados al interior como una pluralidad de viviendas de tipo familiar (Almagro-Gorbea, 1994, 14).


 

Castro de la Virgen de El Castillo (El Royo)


Su distribución en el territorio se produce de forma dispersa, ocupando mayoritariamente las colinas, escarpes y laderas de los rebordes montañosos, cuyos cortados rocosos determinarán la forma de su planta y el ahorro en construcciones defensivas, alcanzando alturas medias respecto al nivel del mar en torno a los 1.250 m. y respecto al valle hacia el que se orientan de unos 120 m., con desniveles cercanos al 30 %, siendo menores en aquellos hábitats de la Altiplanicie y del reborde meridional de Subsistema Ibérico, donde apenas se alzan entre 20 y 100 m.


En cuanto a sus defensas, la mayoría de los asentamientos quedan fortificados con una única línea de muralla formada por piedras de careo natural asentadas en seco, protegiendo así el flanco más accesible al recinto, llegando a alcanzar entre los 2,5 y los 6,5 metros de anchura y posiblemente los cuatro metros de altura. Las puertas de acceso son difíciles de documentar, consistiendo en simples interrupciones en el trazado de la muralla o en uno de los extremos junto a un cortado. La existencia de posibles torreones queda constatado por el aumento en los derrumbes de determinadas zonas del trazado de la muralla, destacando el caso de El Castillo de las Espinillas de Valdeavellano de Tera, con cinco torres de planta circular adosadas a ésta (Ruiz Zapatero 1977). Otro elemento característico de muchos de estos castros serían las piedras hincadas o chevaux-de-frise, sistema defensivo que consiste en colocar series de piedras aguzadas de aristas cortantes hincadas en el suelo, sobresaliendo entre 0,30 y 0,60m. en la zona más vulnerable del castro, por lo que no siempre acompañarían a la muralla en su recorrido, contando con 8 ejemplos. Además, la presencia de fosos podría quedar atestiguada en alguno de estos enclaves a partir de la observación de una ligera depresión, que bien pudiera ser fruto de la extracción de material en estas zonas con vistas a la realización de diversas construcciones.


 

Murallas del castro de Castilfrío de la Sierra


También habría que tener en cuenta su urbanismo, aspecto quizás menos conocido debido a las dificultades de detección que implica su mera prospección, lo que suscitó que muchos investigadores supusieran que la arquitectura doméstica estuviera constituida por simples cabañas efímeras, considerando que las construcciones de mampostería habrían comenzado a emplearse en un momento avanzado de la Edad del Hierro. No obstante, los escasos trabajos arqueológicos llevados a cabo en el interior de estos castros han dado a conocer diferentes tipos de plantas de habitación con formas rectangulares y circulares, como en el caso de El Castro del Zarranzano (Cubo de la Solana) en el que se detectan los dos modelos, la estructura circular de piedra de tan sólo metro y medio de diámetro hallada en el nivel inferior del castro de la Virgen de El Castillo de El Royo, interpretado como un horno metalúrgico en función de su asociación a moldes de fundición y escorias de hierro (Eiroa 1984), y parte de un suelo y restos de la base de una pared constituida por un zócalo de piedras calizas que sustentaría un alzado de adobe que formaría parte de una cabaña de morfología rectangular en El Pico (Cabrejas del Pinar) (Vega Maeso y Carmona Ballestero 2013). Mención aparte serían las posibles estructuras rectangulares que se han creído intuir en Hinojosa de la Sierra, El Espino, Cubo de la Solana, Valdeavellano de Tera, Molino de Bretún y Castillejo de Taniñe, junto a otras posibles de tendencia circular en El Castillo de las Espinillas de Valdeavellano de Tera, así como en el Cerro del Haya en el alto Cidacos y al sur del Duero en el poblado del Castillejo de Fuensaúco, con cabañas de tendencia oval y estructuras endebles en su primera fase, plantas rectangulares realizadas en mampostería de piedra en su base y posiblemente alzados de adobes o tapial con cubiertas vegetales para un momento cronológico de la Primera Edad del Hierro, y una última ordenada con estructuras rectilíneas homogéneas adosadas entre sí, dispuestas perimetralmente en torno a un espacio común abierto, ya plenamente celtibérico.


Por otro lado, estos emplazamientos parecen estar relacionados con las vías de comunicación potencialmente transitables en este periodo, las cuales han sido rigurosamente analizadas en relación a los corredores naturales que se abren paso a través de los puertos de montaña, valles fluviales, vados, zonas de menor pendiente, etc. y respecto a aquellos caminos que tradicionalmente han sido utilizados para desplazarse por la zona (vías romanas, cañadas, veredas y cordeles ganaderos, etc.), cuyos trazados pudieron haberse podido mantener bajo superposiciones y adecuaciones posteriores.



El eje principal quedaría conformado por el río Duero, adecuándose a los valles por donde discurren sus principales afluentes y rodeando las campiñas más estables y productivas de la llanura, que quedarían conformadas como espacios centrales vacíos, donde desembocaría toda una red de caminos desde las zonas altas del Sistema Ibérico, rutas que transcurrirían a media ladera evitando los fondos de valle y las grandes ascensiones, en cuyos pasos más importantes se sitúan la mayoría de nuestros yacimientos, lo que nos permite sugerir un modelo de poblamiento lineal discontinuo-concentrado.


Hemos podido observar in situ y a través de cálculos de visibilidad, que la superficie de tierra que se llega a visualizar desde cada hábitat coincide claramente con los subsectores o valles inmediatos donde teóricamente extienden sus territorios, (áreas de captación), superando en el mejor de los casos los 10 Kms de distancia, garantizado el control estratégico de sus medios de producción, mientras que las relaciones de intervisivilidad parecen ser bastante escasas, reduciéndose exclusivamente a algunos poblados vecinos, de tal forma que sería imposible el establecimiento de redes visuales a escala regional.


Otra de las características básicas de estos hábitats es su homogeneidad morfológica, presentando superficies entre media y una hectárea de extensión, albergando en su interior una densidad de población muy baja que hipotéticamente apenas debió exceder de las 5-15 familias nucleares, lo que parece estar indicando que no existen aldeas intermedias, es decir que podríamos estar ante un “rango” similar, entendiendo como tal la ausencia de gradación en el tamaño, de tal manera que posiblemente no se producirían diferencias sociales entre asentamientos y ninguno de ellos intervendría en la producción y en la toma de decisiones de otra comunidad, ya que no se detectan lugares centrales desde donde se articulara el territorio.


A su vez, apreciamos un panorama de estrecha vecindad y cooperación entre asentamientos, con distancias medias de unos 4 Kms, formando una red de castros que podrían constituirse en lo que tentativamente hemos llamado “microregiones”, entendiéndose por tales aquellas áreas reducidas con una densa ocupación que se separan entre sí mediante el establecimiento de unos límites que posiblemente tuvieron relación con alguna característica física del medio ambiente que les rodeaba (Ruiz y Fernández, 1984, 48-49).


De tal modo, advertimos las siguientes agrupaciones de hábitats: 1) El Valle, 2) La Sierra, 3) Rebordes montañosos de la Tierra de Magaña-Agreda, 4) Las suaves elevaciones del Subsistema Ibérico, 5) Tierras Altas y 6) Altiplanicie, las cuales parecen estar conectadas entre sí mediante la ubicación de asentamientos en zonas intermedias, lo que podría estar reflejando que la intercomunicación y relación entre ellos debió ser mayor que entre otros asentamientos situados más allá de la serranía, es decir que el paisaje resultante de estas sociedades estaría construido con un carácter exclusivamente local, sin llegar a formar colectividades regionales amplias.


Estructura habitacional del castro de El Zarranzano (Cubo de la Sierra)


3.3. APROXIMACIÓN A LAS BASES DE SUBSISTENCIA


Hemos tratado de acercarnos a las estrategias económicas de estas comunidades a partir de la documentación extraída de las diferentes intervenciones realizadas en el interior de algunos de estos yacimientos, cuyas evidencias directas e indirectas serán posteriormente contrastadas e integradas con los resultados obtenidos del análisis de los recursos que eran potencialmente explotables.


• Agricultura


En lo referente a las prácticas agrícolas, únicamente se ha documentado mediante análisis directo de residuos microscópicos variedades desnudas de cereal, cebada (Hordeum vulgare L.), trigo (Triticum sp.), escanda (Triticum turgidum sp. diococcum) y esprilla, en el asentamiento del siglo VII a.C. de El Solejón en Hinojosa del Campo (Tarancón et al.,1998, 96).


En consonancia con las condiciones edafológicas y agroclimáticas que presentan los aledaños de los castros y con la documentación extraída en otras regiones cercanas, pensamos que fueron las especies cultivadas mayoritarias, dado que por su menor exigencia germinaban con mayor facilidad sin necesidad de llevar a cabo grandes inversiones de energía y tecnología, quedando ausentes otra serie de taxones como el mijo, el centeno, la avena o el haba, que tampoco aparecerán durante la II Edad del Hierro, etapa que apenas evidencia variaciones respecto a las especies detectadas para este momento.


Los medios técnicos que se evidencian para el laboreo de la tierra reflejan la continuidad en el uso del utillaje tradicional, constituido básicamente por azadas, hachas, cuchillos y hoces de bronce, piedra pulimentada o sílex (Cerro de la Campana, Castro del Zarranzano, Castillejo de las Espinillas), herramientas que sugieren un proceso agrícola desarrollado mediante labores de azada, sistema que podía llegar a ser más provechosas que el arado en los terrenos altos inmediatos a los poblados, donde presumimos que tuvieron lugar estas actividades, ya que aquí el drenaje y la aireación de la tierra es más fácil que en el fondo del valle sin la necesidad de realizar surcos profundos.


En este sentido, intuimos que el empleo de layas pudo haber jugado un importante papel, a pesar de no haber constatado ningún ejemplar en nuestra zona de estudio, quizás como consecuencia de la refundición a la que se vieron sometidos por su facilidad de fragmentación en los trabajos agrarios, tal y como sugieren Ruiz y Fernández, (1985, 377) en relación con el molde de fundición realizado para la confección de este artefacto documentado en El Puntal (Lérida) y a partir de las evidencias de fabricación de objetos de bronce mediante estas técnicas en el supuesto horno del Castillo de El Royo (Eiroa, 1984, 181-193).


En cuanto al procesado de alimentos, contamos con algunos hallazgos de molinos barquiformes, como los de la Torrecilla de Valdegeña, El Pico de Cabrejas del Pinar, Castillejo de Fuensaúco o el Castro del Zarranzano , con la constatación de procesos de limpieza, trillado, aventado y descascarillado del grano para la obtención de harinas (ausencia de espigas, tallos o segmentos de raquis de las muestras de El Solejón) y con la secuencia completa de procesos de malteado de cereal en este último yacimiento (Tarancón et al, 1998, 97), garantizando su conservación y durabilidad para la ingesta en forma de cerveza o caelia.


• Ganadería


A partir de los análisis faunísticos realizados en el Castillejo de Fuensaúco (Bellver Garrido, 1992, 325-332), únicos con los que contamos para este ámbito geográfico, observamos como especies mayoritarias el ganado vacuno (bos taurus), con características similares a las razas autóctonas actuales denominadas “serranopinariegas”, sin sobrepasar el 20% de representatividad, quedando por debajo de la cabaña ovicaprina, cuyos porcentajes superiores al 50% de los restos óseos recogidos (NR) los sitúan en el primer lugar, lo que no es extraño en función de las características ambientales anteriormente comentadas, y en menor proporción e importancia la cabaña porcina (5-10 % de NP), perros y caballos.


En cuanto a su aprovechamiento, podemos ver en primer término su beneficio a efectos cárnicos, documentado tanto para el vacuno como para el ovicaprino a partir de algunas huellas de manipulación antrópicas con fines alimenticios, aunque sospechamos que la obtención de carne para satisfacer las necesidades del grupo quedaría cubierta con la caza, apareciendo restos de ciervo, jabalí y lagomorfos en este mismo yacimiento.



La estrategia pecuaria estaría destinada en mayor medida al aprovechamiento secundario, es decir, tracción y significación simbólica y emblemática para los segundos), conforme podemos intuir a partir de algunos paralelos del Duero Medio (Morales y Liesau, 1995, 510) y para la obtención de lana y leche de oveja. Éstos últimos, en función de las marcas de desollado, elevada edad de sacrificio de las especies y el predominio de individuos masculinos presentes en el Castillejo de Fuensaúco y de la constatación del procesado y consumo de productos lácteos nuevamente en El Solejón, restos de microflora (lactobacterias diplococcos y streptococcos) mezclados con cereales para su consumo a modo de yogurt (Tarancón et al; 1998, 97). Mientras que los cánidos estarían valorados para la caza y por sus buenas aptitudes dirigiendo y guardando los ganados.


• Silvocultura


A pesar de que las comunidades campesinas de la I Edad del Hierro eran capaces de producir sus propios alimentos, los recursos que ofrecían los bosques eran amplios, ya fuese en relación con el aprovechamiento cinegético, con la pesca, existiendo una gran variedad de peces y otras especies ricas en contenidos proteínicos como las almejas de río recolectadas en el Castillejo de Cubo de la Solana, o con la recolección de una amplia gama de frutos de temporada.


Entre estos últimos destacarían las bellotas dada la abundancia de Quercus, producto muy valorado por su gran contenido proteínico y calórico, que proporcionaría una buena reserva alimenticia durante el crudo invierno, periodo en el que la producción agrícola se paralizaba, así como resinas para la elaboración de artefactos, espartos y mimbres para confeccionar vestimentas y objetos de almacenamiento, plantas de temporada (alimenticias o medicinales) y maderas como combustible y para la construcción, etc.


Dadas las dificultades que presentan estas tierras a la hora de cultivar cereal, la recolección de estos frutos podría haber jugado el papel que en otras sociedades tienen los cultivos de secano, de modo que no resultaría extraña su habitual transformación y consumo panificado, como así sucede durante la etapa posterior (estudios de fitolitos de molinos rotatorios y análisis osteológicos de la necrópolis de Numancia), donde se aprecia el enorme peso dietético y la cotidianidad con la que debieron ser consumidos por parte de unas sociedades que hunden sus raíces en la I Edad del Hierro (Checa et al, 1999, 66-68).


• La producción de artefactos


En primer lugar destacamos la producción metalúrgica, cuyas evidencias de transformación del metal se reducen a la presencia de escorias metálicas en el Castillejo de Abieco, Taniñe y en el citado horno de El Royo, donde se trabajó in situ hierro y sobre todo cobre, estaño y plomo siguiendo las técnicas tradicionales empleadas durante el Bronce Final (tipo Baiôes-Venat). Todavía se evidencia un modesto desarrollo en su producción y una escala muy local, basada principalmente en el uso del bronce, que de forma generalizada se constata fundamentalmente a través de algunos elementos suntuarios relacionados con la vestimenta, (fíbulas de doble resorte, de pie vuelto y botón terminal, espiraliformes, placas romboidales, fragmentos de brazaletes ovales, agujas, etc. ).


Por otro lado, la producción cerámica constituye el elemento de significación cultural más importante de la I Edad del Hierro, cuyas 25 formas realizadas exclusivamente a mano (Romero Carnicero 1991), ofrecen un porcentaje muy elevado de cuencos y vasos relacionados con el cocinado de alimentos, una amplia gama de formas ovoides, globulares o bitroncocónicas de tamaños medianos y grandes y paredes gruesas, asociadas a contenedores para el almacenaje de la producción y en menor proporción, algunos ejemplares destinados al consumo de líquidos (leche, papillas o cerveza) y/o sólidos (carne, tubérculos, etc.), como los cuencos y vasos que presentan un mejor tratamiento exterior.


En último lugar, la producción textil, constatada a partir de los hallazgos de las fusayolas empleadas para el hilado de los paños, de las agujas y punzones metálicos y de algunas pesas de telar como las documentadas en el Castillejo de Castilfrío de la Sierra, donde aparecieron 6 piezas agrupadas relacionadas con el trenzado de fibras gruesas (Arlegui y Ballano, 1995) que junto con la información que nos brinda la etnografía (tradiciones para la confección de textiles, empleo de herramientas y objetos de naturaleza orgánica, utilización de prendas de vestir de materia prima animal como el sagum, etc.), vienen a completar el panorama existente para la Serranía Norte de Soria.


3.4. LA CAPTACIÓN DE RECURSOS


Una vez revisadas las posibilidades económicas que se desprenden del interior de los poblados, hemos desarrollado un análisis teórico basado en los modelos de captación del entorno establecidos por Higgs y Vita Finzi (1972, 30), definiendo el límite del territorio de explotación mediante el radio máximo que rodea a cada yacimiento en función del tiempo empleado en llegar caminando desde la residencia hasta los campos, tiempo establecido dentro de la isocrona de una hora, equivalente a 5 Kms teóricos.


Esta determinación se realiza siempre y cuando el esfuerzo generado durante el recorrido y la consecución del recurso no excediese al beneficio obtenido, lo que nos obliga a ser cautos para no trasplantar modelos de otras regiones que no sabemos si se corresponden con las particularidades de nuestra zona de estudio.


Por consiguiente, hemos adaptado rigurosamente esta metodología a las características específicas que presenta este medio físico, económico y social, realizando toda una serie de cálculos en los que se han tenido en cuenta la evolución que ha sufrido el paisaje a lo largo de casi tres mil años, la posibilidad de que existan razones diferentes a las económicas para la elección del emplazamiento (geoestrategia), el tamaño reducido de los poblados y el volumen de fuerza de trabajo que pudieron albergar, la distribución no radial de los recursos potenciales que se distribuyen alrededor de un yacimiento y los condicionantes topográficos de la zona, cuyas acentuadas pendientes harían más costoso el acceso a determinados aprovechamientos.


El análisis territorial nos ha deparado unas áreas de captación que hipotéticamente se reducen a un radio de entre 1 y 2 Kms, que supuestamente equivaldría a una superficie que raramente superaría las 1.000 Ha de extensión, aunque en algunas zonas más llanas como en la Altiplanicie pueda ser mayor, de tal forma que no parecen producirse superposiciones entre los diferentes poblados y por lo tanto problemas de competencia directa, lo que nos hace sugerir que cada uno de ellos podría haber gozado de un importante nivel de autonomía.


En cuanto a las posibilidades agrarias de estos espacios, a partir de la valoración de la aptitud de los suelos mediante el empleo de la clasificación del Soil Conservation Service de EE.UU y del estudio teórico de los mapas de cultivos y aprovechamientos (M.A.P.A), vemos el predominio de suelos que concentran un mayor grado de mayor humedad para el crecimiento de pastizales de calidad (50%), proporcionando amplias posibilidades para el sustento de la cabaña ganadera durante la mayor parte del año, puesto que la sierra en su conjunto, como territorio de captación anual, podría ofrecer en un espacio relativamente reducido la posibilidad de alternar pastos de alta montaña y fondo de valle sin llevar a cabo grandes desplazamientos.


Áreas de captación El Valle


Los yacimientos quedarían alejados de las tierras de mayor riqueza edafológica para el desarrollo de la agricultura, ocupando espacios de calidad muy modesta para llevar a cabo usos intensivos, ya que sus suelos están afectados por unas condiciones agroclimáticas bastantes hostiles, por las fuertes pendientes que erosionan de forma continua las laderas y por el mal drenaje y profundidad de los fondos de valle, aunque en porcentajes menores (15%) nos encontramos con una serie de yacimientos como el Castro del Zarranzano, Los Castillejos de Garray o La Torrecilla de Valdegeña que se emplazan en terrenos de orografía suave sobre suelos más evolucionados con posibilidades para el cultivo de cereales de secano.


Con la debida precaución que merece el manejo de datos tan exiguos, quisiéramos plantear la puesta en cultivo de aquellos pequeños terrazgos de tierra situados en las inmediaciones de los poblados, tal y como ha venido produciéndose hasta la mecanización de las técnicas agrícolas, posiblemente a partir de un sistema de policultivo diversificado que podría haber empleado la técnica del barbecho de corta duración (sistema corto y limpio que alternaría dos hojas de parcela cada año), que junto al empleo de sistemas mixtos de siembra (mezcla intencionada de cereales recogidos en El Solejón), el aprovechamiento de los importantes recursos hídricos del entorno, (posibilidad de sistemas rudimentarios de riego para las huertas) y el abonado natural que proporcionaba el ganado durante su abandono temporal, garantizarían la obtención de producciones más o menos estables.


Junto a estas posibilidades, el interior de las superficies de captación también ofrece toda una amplia gama de recursos explotables, con abundancia de puntos de agua, extensas superficies boscosas con un alto grado de aprovechamientos, zonas de aluvión donde abundan las arcillas, abundantes afloraciones de mineral pétreo, (areniscas, conglomerados y calizas), sal en porcentajes más reducidos y vetas de mineral para su aprovechamiento metálico, hierro y plomo principalmente (Moncayo, Vinuesa, Montes Claros, Alcarrama, etc.) y en menor medida galena argentífera, cobre y cinc.


3.5. SOCIEDAD CASTREÑA


Como hemos planteado anteriormente, la llegada al interior de Serranía Norte de Soria de toda una serie de influjos externos de muy variado origen, serían asimilados por las poblaciones locales con mayor lentitud y resistencia, debido en parte a la incertidumbre, riesgo y miedo que supondría la trasformación de todo aquello que había garantizado la supervivencia hasta el momento en unas sociedades profundamente conservadoras y autárquicas, caracterizadas probablemente por su alto grado de movilidad y por su falta de ordenamiento en el territorio.


La decisión de agruparse en grupos mayores formando aldeas estables fijadas a la tierra traería consigo toda una serie de costes, como la necesidad de dedicar un mayor esfuerzo a la defensa del territorio y una mayor presión sobre los recursos acotados en el entorno más inmediato de cada asentamiento, convertidos ahora en su principal medio de producción, entre los que destacaría el ganado. Éstos pudieron haber sido superados mediante una gestión de riesgo basada en el mantenimiento de la autosuficiencia productiva de cada unidad social materializada en el castro, lo que algunos han denominado estrategia agroforestal (Díaz del Río, 1995, 106-107).


Conjunto de piedras hincadas del castro de Castilfrío de la Sierra


Dicha estrategia pudo consistir en la explotación de la gran variedad de alternativas de aprovechamiento estacionales que ofrecía el medio ecológico inmediato en el que quedaron insertos, es decir en diversificar al máximo la producción dentro de un marco de relaciones equilibradas donde cada aldea podría controlar de forma autosuficiente sus propios medios de producción, los cuales no supondrían el sobretrabajo de sus habitantes, el agotamiento de los recursos disponibles, ni la mejora de la tecnología empleada, pero si el equilibrio entre lo que se produce y consume, tal y como parece estar sucediendo en otros territorios más occidentales como en las poblaciones castreñas del Noroeste (Fernández-Posse y Sánchez, 1998,142). Por ende, los objetivos productivos podrían haber quedado prefijados en función de sus necesidades de reproducción social, evitando cualquier tipo de especialización, acumulación o ganancia (Vicent, 1991, 58-59).

Además, la homogeneidad morfológica entre asentamientos que hemos advertido podría tener relación con la creación de cierto sistema social que determinase previamente la organización de la comunidad, limitando la expansión física y demográfica de cada aldea con el fin de evitar el surgimiento de relaciones de dependencia entre sí (murallas). Este hecho, en primera instancia, podría relacionarse con la capacidad de carga que podía sostener un hábitat en función de los recursos que se disponían en su entorno, cuestión que no se corresponde con la realidad detectada, ya que algunos asentamientos tienen mayores posibilidades productivas y sin embargo mantienen dicha equidad (extensiones entre 0,5 y 1 Ha. de media), de tal modo que este presunto factor limitador tendría mayor trascendencia social que económica.


Acorde con la supuesta ausencia de competencias por la tierra (análisis de territorio), podríamos sugerir que existiría cierta “negación del crecimiento” culturalmente fijada (Ortega,  1999, 434-436), que en el momento de producirse un exceso de población al cabo de varias generaciones, resolvería la posible crisis reduplicando el sistema, es decir, a partir de la fundación de un nuevo castro de características semejantes con el excedente demográfico sobrante, lo que se conoce como segmentación espacial.



Consecuentemente, se irían habitando las tierras más cercanas, creando nuevas agrupaciones que establecerían relaciones de solidaridad y cooperación con sus aldeas de procedencia (nunca de dependencia), favoreciendo a su vez la correlación entre recursos y población, la minimización de las competencias vecinales y la proyección hacia el exterior de aquellos grupos con afán de acumulación de poder.


Sospechando que la dinámica de la vida cotidiana estaba controlada directamente por cada grupo familiar, el cual desarrollaría en el interior de los espacios domésticos aquellas actividades que podían desplegarse fuera del ámbito comunitario, (tareas de mantenimiento, artesanía, trabajo de pequeños huertos), las restantes podrían haber quedado sujetas a la colectividad del poblado, cuya estructura de poder integrada, posiblemente mediante relaciones parentelares, regularía, planificaría y ordenaría la vida de toda la comunidad como referente último.


En este sentido, planteamos que no existiría un acceso muy desigual a la tierra, que casi en un 95 % pudo ser de usufructo colectivo (aprovechamiento boscoso y de pastos para el ganado), existiendo la posibilidad de que se hubiesen asignado para el aprovechamiento privado de cada familia, aquellas pequeñas parcelas de tierra cultivable situadas en el entorno inmediato de los poblados, a modo de campos cercados o campos célticos. Esta posibilidad, originada por la necesidad proteger estos campos de los animales en una economía campesina en la que casi toda la tierra era de propiedad comunal, ha sido la predominante en la región a lo largo de toda su historia, donde todavía quedan huellas de viejas lindes formadas por muros de piedra, quizás herederas de dicha tradición de nuestra prehistoria reciente. Siguiendo estas consideraciones, no sería descartable que estas propiedades, poco a poco fuesen susceptibles de ser heredadas, como podría estar manifestando la inhumación infantil que se acompaña de un ajuar formado por vasos cerámicos a mano, dos colgantes de hueso y concha respectivamente, dos brazaletes de bronce y una arandelita del mismo metal, documentado en el cercano Castillejo de Fuensaúco durante la fase de plenitud castreña (Romero y Misiego, 1995, 136), quizás revelador de las atribuciones privadas que gozaron las familias al margen de la comunidad.


Por otra parte, estas comunidades pudieron haber extendido el sentido de la lealtad, confianza e interés común más allá de sus límites biológicos, desarrollando fuertes lazos de cohesión interna y externa, es decir reclutando parientes mediante la filiación, formas de relación social que debieron ser forzosamente exogámicas, en función de las enormes posibilidades que tenían estos reducidos contingentes demográficos a la hora de sufrir déficits poblacionales (sobre todo desequilibrios entre nacimientos masculinos y femeninos), lo que obligaría a recurrir al intercambio de personas para asegurar la reproducción, generando circuitos matrimoniales que englobarían a 4 ó 5 castros, que con el tiempo pudieron ampliarse hasta formar una red más amplia (Ortega, 1999, 436-440).


En función de lo dicho, presumimos estar ante sociedades basadas en reglas de filiación de tendencia patrilineal, es decir ante un modelo de ginecomovilidad que implicaría el desplazamiento de mujeres para procrear en las comunidades donde residían sus esposos, lugar donde se recogería su descendencia. Estos matrimonios, posiblemente serían vistos como regalos de un novio o novia entre diferentes grupos que contraerán obligaciones para dar, recibir y devolver, aunque dicha tendencia no alcanzaría la rigidez de los esquemas estrictamente virilocales que parecen gestarse en el seno de las comunidades que han alcanzado la plena celtiberización, cuyo constancia reside en un determinado tipo de urbanismo (“poblados cerrados”) que facilita de manera más fluida el flujo de estas relaciones.


Resumiendo, podríamos decir que si la principal herramienta de adaptación pudo ser la creación de unidades productivas independientes que restringen el acceso a su territorio a todo aquel que no perteneciese a su grupo como fondo de seguridad (reciprocidad extragrupal negativa), de la misma forma sería necesario el establecimiento de toda una serie de relaciones estrechas de amistad, intercambios y alianzas con otros grupos para asegurar tanto la reproducción social de la comunidad rural (reciprocidad extragrupal positiva), como el tránsito de ganados entre territorios, suavizando las tensiones generadas por dicha actividad, de forma que la clave del sistema pudo haber residido en el equilibrio entre estas dos formas de reciprocidad extragrupal (Díaz-del Río, 1995, 105).


Asimismo, cabría la posibilidad de que a menudo surgiesen cabecillas que hubiesen alcanzado una mayor significación social o rango gracias a los favores que realizaran a la comunidad manipulando las relaciones de parentesco, es decir que la única explotación posible se produciría dentro de las relaciones de consanguinidad, al contrario que la que se produce en las sociedades de clase que se van imponiendo con la celtiberización de la comarca a partir del siglo IV a.C., las cuales implicarían a distintos segmentos sociales y entretanto a diferentes poblados. No obstante, suponemos que se fragmentarían con facilidad en los grupos que los constituían ante la falta de estabilidad, ideología y en última instancia, como consecuencia del tipo de economía que desarrollaron (Fernández-Posse y Sánchez; 1998, 148.).


 


En conclusión, aunque a día de hoy no contamos con datos suficientes para conocer las relaciones de parentesco entre cada uno de estos castros de la Primera Edad del Hierro, el grado de jerarquización y la ostentación del poder que llevarían a cabo las élites guerreras en el marco de una sociedad gentilicia que se documenta sobretodo a partir del estudio de las necrópolis, tanto en el valle del Ebro, como en el alto Jalón, y cuyos influjos se empiezan a percibir en el área de transición que delimita la Sierra de Frentes y Cabrejas, en la serranía no parece consolidarse hasta un momento más avanzado (Hierro II) como veremos a continuación.


3.6. PAPEL DE LAS FORTIFICACIONES


Una vez acreditada la viabilidad económica de estos castros y por lo tanto su habitabilidad, pensamos que la enorme inversión defensiva que se percibe no parece responder a funciones propias de fortines-refugio, dado que tanto sus reducidas extensiones como la presencia de estructuras domésticas al interior imposibilitaría notablemente el cobijo de supuestos grupos de campesinos dispersos y de los rebaños que pastaban libremente en los aledaños.


Tampoco creemos que actuasen como atalayas insertas en un marco territorial a escala comarcal organizando en una red defensiva de frontera, puesto que este sistema además de necesitar unas excelentes relaciones intervisuales, precisaba un enorme esfuerzo organizativo y económico para su financiación, que únicamente hubiese podido costear una estructura estatal de gran envergadura.


Más bien, suponemos que estarían protegiéndose de las incursiones por sorpresa protagonizadas por aquellos grupos que actuaban al margen de los círculos de reciprocidad imperantes, es decir por aquellos sectores emprendedores y agresivos que tratan de acumular riqueza y prestigio como medio de institucionalizar su linaje y erigirse a la cabeza de la comunidad, bien desde el seno de esta red de castros, o bien desde aquellas poblaciones foráneas que de forma más temprana habrían alcanzado un mayor grado de complejidad social, aunque el grado de amenaza real y la guerra en sí misma, no alcanzaría el peso y la acentuación que parece tener durante la II Edad del Hierro.


Junto a esta lectura bélico-defensiva tan difícil de cotejar, surge la posibilidad de que estas construcciones estuviesen también simbolizando una propiedad territorial, respecto a sí mismos, materializando la cohesión del grupo que las había construido conjuntamente, identidad y privilegio de acceder exclusivamente a sus recursos (Fernández-Posse y Sánchez, 1998, 138-140), y respecto a las poblaciones vecinas, puesto que su visualización estaría informando sobre la pertenencia de esas tierras, actuando como elemento coercitivo ante aquel que quisiese explotarlas o codiciarlas y como elemento de ostentación que atrajese a otras grupos con las que establecer lazos de amistad, sin olvidar otras posibles atribuciones relacionadas con la regulación de la dinámica sociopolítica (muralla como limitador de la extensión del caserío).


Fortificaciones del castro del Alto de la Cruz de Gallinero (Foto celtiberiasoria.es)


4. LA PLENA CELTIBERIZACIÓN Y LOS PELENDONES HISTÓRICOS


Como hemos planteado líneas atrás, la Cultura Castreña Soriana podría quedar inserta dentro de ese sustrato protocéltico que definiría Almagro-Gorbea, es decir en un momento previo donde se va gestando y configurando la Cultura Celtibérica.


Además, el hecho de que parezca que los castros de la Serranía Norte de Soria no llegasen a formar ninguna colectividad regional amplia de tipo pre-estatal durante la Primera Edad del Hierro, hace aún más difícil su atribución de conformar la etnia histórica de los pelendones que se cita en las fuentes clásicas varios siglos después.


4.1. LA CELTIBERIZACIÓN DE LA REGIÓN SORIANA


Como hemos ido apuntando, a partir del siglo IV a.C. desaparecen el 30 % de los castros, en paralelo al surgimiento de poblados de nueva planta de extensiones heterogéneas entre 2 y 6 Ha (rompiendo con la homogeneidad existente hasta el momento en los castros), que pasarán a ocupar espacios más suaves sobre suelos de buena calidad agrícola para el desarrollo de estrategias productivas intensivas y especializadas. Junto a este proceso, se constata una gran transformación del espacio interno, en el que se adopta el modelo de “poblado cerrado” extendido desde el Valle del Ebro y Jalón, quedando ordenados internamente en torno a un espacio central o calle, formando alineaciones de viviendas uniformes, diluyendo por completo el individualismo de los primeros momentos de la Edad del Hierro, lo que estaría reflejando un alto grado de jerarquización y complejidad social. (Pozalmuro, Castellar de Arévalo de la Sierra, El Castillo de Taniñe, Los Villares de Ventosa de la Sierra).


También se evidencia en este momento la generalización del empleo del hierro, prácticamente ausente en la Cultura Castreña Soriana, así como el aumento de la presencia de producciones cerámicas a torno, formadas básicamente y a grosso modo, por fragmentos sin decoración y por ejemplares de color anaranjado, perfil zoomorfo, cuellos bien delimitados y bordes de pie vuelto con decoración de pintura vinosa en bandas anchas invadiendo el interior del mismo, primeros síntomas la celtiberización de la región y de un contexto productivo especializado.


El Castellar de Arévalo de la Sierra


Estos cambios territoriales y sociales supondrán la adopción de un modelo campesino más estricto y la entrada en la órbita de las sociedades de jefatura, visibles sobre todo a partir de los ajuares funerarios de las vecinas necrópolis del Celtibérico Pleno como Carratiermes, Ucero, La Mercadera, La Requijada de Gormaz, Quintanas de Gormaz, La Revilla de Calatañazor y Viñas de Portuguí en Osma, donde las proporciones de sepulturas de guerreros con armamento son muy superiores a las de otros ámbitos del Alto Tajo-Alto Jalón, incorporando modelos evolucionados de espadas, como las diferentes variantes del tipo de antenas, al mismo tiempo que se detecta la ausencia de armas de bronce de parada.


Estamos por tanto, ya dentro de un modelo gentilicio articulado en torno a un antepasado común al que se le rendiría culto como héroe fundador y modelo a seguir, resultado de un proceso en el que intervendrían todo un cúmulo de factores, relacionados quizás, con el dinámico sistema de alianzas y pactos que propiciarían el afianzamiento del liderazgo y la institucionalización de determinados linajes frente al resto de las estructuras vigentes, cuya estrecha vinculación a la tierra debió minimizar cualquier intento de resistencia, haciendo más costoso el abandono del medio producción que la asunción del tributo exigido.


El Pico de Cabrejas del Pinar


En este sentido contamos con el ejemplo de los yacimientos de El Pico de Cabrejas del Pinar y el Alto del Arenal de San Leonardo, donde este proceso podría haberse asumido desde mucho antes que en los castros serranos, a juzgar por la incorporación de elementos cerámicos torneados importados desde el área ibérica desde bien temprano según dataciones radiocarbónicas (Vega y Carmona 2013), lo que nos lleva a la idea de que la sierra de Cabrejas y de Frentes hubiesen actuado durante el Hierro I como un área de fricción entre estas dos realidades.


La acentuación de las desigualdades y las relaciones de dependencia, que irán más allá del ámbito de los lazos de sangre establecidos en un poblado, darán paso a formas preclasistas de organización social que anticipan los primeros signos de organización estatal.


4.2. CIUDADES HISTÓRICAS


Este proceso se culminaría entre los siglos III y II a.C. en el Alto Duero con la aparición de los primeros oppidao protociudades , que ejercerán de centros políticos y administrativos concentrando en su interior un contingente poblacional mayor, englobando en su territorio un engranaje de asentamientos de pequeño tamaño o aldeas, poblados de mediano tamaño y castillos defensivos, todos ellos ordenados estratégicamente para asegurar la producción de los terrenos más aptos para llevar a cabo procesos de intensificación agraria que proporcionasen excedentes, el control de sus zonas de influencia y de las vías de comunicación (Jimeno; 2011).


En ahora cuando parecen conformarse verdaderamente las primeras colectividades regionales pre-estatales, al hilo de la consolidación de las sociedades de jefatura establecidas alrededor de una élite aristocrática que ha hecho méritos para dirigir a un grupo, ejercer autoridad y redistribuir la riqueza, quedando organizadas a través de la creación de un entramado de clientelas y pactos en el que se apoyarían para ejercer el liderazgo y fortalecer sus lazos de unión.


Este momento coincide con la aparición de las fuentes escritas que nos ofrecen el nombre de los principales núcleos de población de las etnias de los arévacos y de los pelendones. Si bien, nos es más conocido el ámbito adscrito a los arévacos a partir de la constatación de sus principales núcleos poblacionales, como es el caso de Tiermes (Montejo de Tiermes), Uxama Argaela (Osma), Segortia Lanka (Langa de Duero), Clunia (Peñalba del Castro, Burgos) o la propia Numancia en la Muela de Garray, a las que habría que añadir otras tantas presentes en diferentes fuentes cuya ubicación se desconoce o es dudosa, como Occilis, Voluce, Malia, Lutia, Lagni, Sekobirikes y por último aquellos yacimientos que hacen las veces de núcleo centralizador del poblamiento a juzgar por sus dimensiones y características, como El Castillejo de La Laguna, en la cuenca del Cidacos y Los Casares de San Pedro Manrique, en la del Linares.


No obstante, tal y como vimos a comienzos de este escrito, los pelendones no gozan de la misma suerte y grado de conocimiento. De las tres ciudades que citan Plinio y Ptolomeo, únicamente parece tenerse constancia de la ubicación de Augustóbriga. Desde que Eduardo Saavedra (1863) fijara su posición en Muro (de Ágreda) atribuyéndole su fundación en época augustea, como campamento de apoyo para las Guerras Cántabras en la vía de comunicación que une el valle del Ebro y la Meseta, apenas han variado los postulados (Taracena 1941; Salinas de Frías 1986). Será con motivo de una excavación de urgencia en un tramo de muralla que rodea la fortaleza medieval, cuando Morales y Carnicero en 1986 determinen en función de la constatación de sillares almohadillados una datación en el siglo I d.C.. En fechas más recientes los trabajos arqueológicos de prospección realizados por parte de la empresa Arquetipo (Arellano et alii 2002) les llevaría a establecer para este área una intensiva ocupación de época romana al menos desde el siglo II a.C. (presencia de cerámicas campanienses de los tipos A y B). Esta nueva datación relativa se vería corroborada mediante una excavación de urgencia en la que se documentaron cuatro habitaciones pequeñas, lo que les llevará a establecer el origen de la ciudad en un campamento fortificado de planta trapezoidal de apoyo a las Guerras Celtibéricas y su posterior pacificación, considerando a su vez que dichos sillares almohadillados serían reutilizados para la muralla medieval, delimitando nuevamente el recinto amurallado, que quedaría fuera del núcleo urbano actual de Muro. Por último, los trabajos realizados por parte de la empresa Areco (Jimeno et al.; 2008 ) han servido para concretar nuevamente la delimitación del recinto amurallado, que coincidiría con el propuesto inicialmente por Saavedra, además de plantear la posibilidad de que la ciudad de Augustobriga, fundada probablemente en época augustea, estuviese tapando la localización de otra anterior más antigua que se identificaría con la “AreKoraTa” que acuña moneda desde el siglo II a.C. hasta los primeros años del siglo I a.C., momento en el que sería abandonada por poco tiempo para ser refundada por la ciudad que citan las fuentes clásicas. El nombre planteado para esta ciudad antigua aparece mencionado en algunos textos escritos de lengua celtibérica, como en el bronce de Luzaga (AreKoraTiKuPos) y en la “tésera de la ciudad de Arecorata” (ArekoraTiKa: Kar), así como en monedas con las leyendas AreiKoraTiKos (AreKoraTaz) que se emiten a partir de la primera mitad del siglo II a.C. en denarios, ases, semises, trientes y cuadrantes, donde aparecen frecuentemente un jinete con lanza, palma y en los más antiguos con un gancho.



Sería A. Jimeno (2000) quien propondría la ubicación de AreKoraTa en Muro (Soria) a partir de la presencia de los materiales antiguos documentados en la localidad, a los que se le unirían los de una nueva tésera de hospitalidad de bronce con forma de cabeza de animal e inscripción en letras ibéricas, en el que puede leerse “ToUTiKa”, sustantivo abstracto que encerraría el sentido de “ciudadanía” de este enclave (Jimeno et al.; 2008 ). Además la ausencia de monedas con epígrafe latino, podría estar manifestando que desaparecerían al mismo tiempo que lo hace la ciudad antigua situada en Muro. Es por ello por lo que se apunta que esta ciudad debería ser entendida dentro del marco de los cambios económicos que se estaban dando con la conquista romana, quizás sirviendo como punto de apoyo a los intereses de la potencia mediterránea en su penetración por el interior del Sistema Ibérico, dominando así una importante vía de comunicación y el trasiego por una zona mineralógicamente muy rica. Todo ello tras el Tratado firmado por Graco en el 179 a.C. con las ciudades celtibéricas del valle del Ebro, entre las que se encontrarían a ambos lados del Moncayo, Sekeiza y Arekorata, curiosamente las dos primeras cecas celtibéricas (Jimeno et al.; 2008 ).


En cuanto a Visontium, vimos líneas atrás como Loperráez (1788) la situaría en la localidad pinariega de Vinuesa, opinión que seguirán Schulten (1914) y Bosch Gimpera (1932) basándose únicamente en su similitud fonética y en las palabras de Plinio, quien asegura que el río Duero nace entre los pelendones. Blas Taracena (1933) aceptará dicho emplazamiento aunque solo como hipótesis de trabajo pues los hallazgos arqueológicos de aquellas alturas no pasan de pobres restos del pastoreo celtibérico. En la actualidad, no sin reservas, parece aceptarse esta ubicación, y más teniendo en cuenta la localización al lado de una antigua vía romana, hoy camino que va desde Molinos de Duero a Vinuesa de una inscripción rupestre enmarcada por una tabula ansata de 43 x 73 cm que dice: “Hanc viam / Aug(ustam) / L(ucius) Lucret(ius) Densus / IIvirum(!) / fecit”, lo que vendría a confirmar la ubicación de un municipio en sus proximidades al menos del siglo II d.C., a juzgar por la presencia de este alto magistrado que realiza la calzada.


Puente romano de Vinuesa


Todavía es menos segura la localización de Savia, que únicamente por criterios de semejanza fonética se ha venido poniendo en relación con Soria (Schulten 1914; Taracena 1954; Tovar 1989), continuando tal aceptación hasta la actualidad a pesar de no contar con ninguna evidencia arqueológica, siendo lo más correcto aceptar nuestro pleno desconocimiento, tal y como se recoge en la Tabula Imperii Romani hoja K-30: Madrid-Caesaraugusta-Clunia, donde aparece denominada como locum ignotum. Además, siguiendo la norma expositiva de las tablas ptolemaicas, donde es regla que las ciudades estén referidas de N. a S. y de E. a O., tendríamos que situar Savia al oriente de Augustobríga, en plena y estéril serranía del Moncayo.


Roca donde se encuentra la inscripción, entre Molinos de Duero y Vinuesa


Únicamente Ángel Ocejo (1995) ha discutido estos postulados comúnmente aceptados, reubicando a los pelendones más al norte y occidente, extendiéndose por la provincia de Burgos en lugar de por la de Soria, que de esta manera, habría estado ocupada en su práctica totalidad por los arévacos, alejando considerablemente la ciudad de Augustóbriga (y por ende Arekorata) del nuevo territorio propuesto para la etnia. Según dicho investigador se está contradiciendo a Ptolomeo al ponerlos en contacto con los arévacos, cuando el autor clásico los ubica debajo de los túmogos (entre los ríos Arlanzón y Pisuerga), separando por lo tanto a éstos de los arévacos, que habitarían al sur de los pelendones. Es por ello que, siguiendo las coordenadas de Ptolomeo sitúa a los pelendones entre el Arlanzón y el Arlanza, dejando fuera el inicio del curso de este río, estableciendo sus ciudades más importantes en los yacimientos existentes de Villavieja de Muño (Visontium), Nuestra Señora de la Vega de Huerta de Abajo (Savia) y Lara de los Infantes (Augustóbriga). En relación a esta última se sumaría la confusión existente con la Nova Augusta de los arévacos citada por Ptolomeo, planteándose la posibilidad de que el autor clásico hubiese confundido las dos ciudades o bien hubiese errado en cuanto al emplazamiento de los pelendones. Sin embargo, siguiendo a Burillo (1998), si tenemos en cuenta la situación de las otras etnias que rodean a los pelendones, nos encontramos con un territorio que abarcaría efectivamente el curso alto y medio del río Arlanza y el nacimiento del Duero, es decir una posición más oriental que la defendida por Ocejo que englobaría una buena parte del territorio soriano defendido por Taracena y sus predecesores a excepción de Numancia.


Inscripción hallada entre la vieja calzada que conduce de Molinos de Duero a Vinuesa


Por último, en cuanto a la polémica generada por Plinio al adscribir Numancia a los pelendones, cuya explicación se vio inmersa dentro de las teorías invasionistas arévacas y la posterior recuperación de los pelendones de su supuesto territorio nuclear a partir de la intervención romana, resulta enormemente sugerente la idea de que Numancia hubiese funcionado como ombligo o Centro de la Celtiberia y por lo tanto no quedase adscrito a ninguna etnia en concreto, lo que podría explicar las contradicciones de las fuentes clásicas, como así propone Antonio Ruíz Vega en su magnífica obra Los hijos de Túbal (2002). Lo que se está planteando es que este lugar dispondría de un territorio común y neutral donde se impartiría justicia, similar al drynemeton de los gálatas o al bosque de los Carnutes, consagrado a los dioses y considerado el centro de la Galia, lugar donde César nos relata que allí se reunían los druidas y donde no se podía entrar armado. La idea parece partir de las incongruencias de Estrabón a la hora de fijar las partes en que estaba dividida la Celtiberia, así como de Posidonio, quien habla de cuatro o cinco comarcas o regiones. Esta cuestión parece tener su similitud con el caso irlandés, donde también se fraccionaban en cuatro provincias (Conacht, Ulster, Leinster y Munster), existiendo una quinta central, Midhe, cuya capital fue la mítica Tara. Antonio Ruíz propone que para la Celtiberia podría coexistir también una quinta provincia o lugar central que necesariamente estaría cerca de un bosque sagrado. Si bien, sabemos por un celtíbero-romano como Marcial de la existencia de los bosques sagrados de Vadavero y Burado (actuales sierra del Madero y Beratón) en las cercanías de Numancia. Por lo tanto, el hecho de que casi todas las crónicas hablen de “numantinos” y no de arévacos ni de pelendones, unido al emplazamiento del cerro de la Muela de Garray en la intersección de dos comarcas, la norteña y montaraz donde desde antiguo se gesta la Cultura Castreña Soriana, y la sur, de orografía más suave y mayor vocación agrícola, unido al carácter sacro de Numancia, quien sabe si a modo de nemeton, podría ser la explicación al debate sobre su adscripción étnica aportada por las fuentes clásicas. A todo esto se apunta que solo de esta forma puede entenderse el hecho de que los numantinos decidieran empecinadamente defender Numancia desde dentro de sus modestas murallas, dejando de lado la guerra de guerrillas o de movimientos propia de los celtíberos que les hacía fuertes.


Fotografía aérea de Numancia en el cerro de la Muela de Garray


CONCLUSIONES


A lo largo de estas páginas hemos repasado el estado actual de la investigación sobre los pelendones partiendo de las fuentes clásicas que les dotaron de un nombre, que sin minusvalorar su importancia, resultan enormemente confusas y son ampliamente escuetas, con lo cual a pesar de ser una de las etnias prerromanas que más atención ha recibido a lo largo de la historia de la investigación, en la actualidad siguen planteando serias dudas y aunque se haya tirado incansablemente del hilo, apenas se ha podido desenmarañar la madeja.


Asociarlos a los castros sorianos de la Primera Edad del Hierro, a pesar de que éstos también se encuentran en territorio arévaco y de que distan varios siglos del momento en el que quedaron recogidos por las fuentes clásicas, en época imperial, resulta no menos que un acto de atrevimiento y como ya comentaron Bachiller y Ramírez (1993), un evidente anacronismo.


Por otro lado la construcción de un grupo étnico como el que aquí hemos intentado rastrear, precisa de un grupo político que le dé forma y como hemos visto, los castros de la Serranía Norte de Soria no llegaron a formar ninguna colectividad regional amplia de tipo pre-estatal, siendo más correcto considerar esta cultura arqueológica dentro de ese proceso de configuración y gestación de la Cultura Celtibérica que, por otra parte, parece alcanzar su plenitud mucho después que lo hicieran al otro lado de la cercana Sierra de Cabrejas y de Frentes. Además requeriría de un sentimiento genealógico que les hiciese derivar de una historia, siéndonos imposible saber en qué momento gozarían de dicho sentido de pertenencia a un colectivo con conciencia de identidad y descendencia común, lo cual, de darse, sería ya en el Hierro II, momento en el que se dan unas mayores dimensiones demográficas con el desarrollo de los oppida, dentro ya de un sistema social más complejo y jerarquizado como es el de las sociedades de jefaturas.


En momentos muy tardíos, contamos con una visión exógena que los diferencia de sus vecinos, aunque no sabemos si esto se debe a un mero constructo romano o a una identificación que derive de diversos elementos culturales no asumidos por sus actores. Sin duda la familia, el castro, el valle y el oppidum, así como el género, profesión, edad y clase social debieron jugar un papel mayor a la hora de identificarse en un grupo, pero no en momentos tan tempranos como los de la Primera Edad del Hierro a juzgar por los datos que disponemos, donde no existe ningún indicador claro de pertenencia a una etnia.


No obstante, la tradicional relación castros/pelendones nos ha servido de empuje para fijar nuestra atención en la llamada Cultura Castreña Soriana y con ello en dar a conocer mejor la configuración del mundo celtibérico en este rincón de la actual provincia de Soria, que por nuestra parte se ha centrado en la aplicación de algunas de las premisas de la Arqueología de la Paisaje, disciplina que proporciona una visión más amplia sobre estas poblaciones, además de permitirnos dibujar algunas trazas sobre las realidades sociales que determinaron la conformación de este espacio geográfico, cuyos resultados, claro está, son mera hipótesis, quedando a la espera de que se produzcan nuevas excavaciones en extensión que vayan levantando la espesa niebla que parece reposar sobre la raíz de lo que posteriormente pudo ser el pueblo pelendón.


La búsqueda continúa, aunque no debe estar muy lejos del área geográfica más o menos acotada entre las actuales provincias de Soria y Burgos, pero de momento quedémonos al menos con todo lo que subyace de estos enclaves abruptos y bien fortificados que vieron nacer a la Cultura Celtibérica, y en donde quién sabe, quizás se forjaron aquellos heros equitans que servirán de ejemplo a las futuras generaciones de celtiberos que dieron esplendor a estas tierras que hoy día luchan contra el enemigo invisible de la despoblación y del mundo moderno, echando la vista atrás hacia sus raíces, donde está lo que somos y la clave de lo que queremos ser.


Mario Díaz Meléndez


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"A mis primos-hermanos de la Alta Sierra Pelendona, lugar entre pinos y robles donde el respeto al monte y a los ancestros se aprende desde la infancia y constituye su forma de ser, en consonancia con el saber entender una sana Tradición posiblemente milenaria."

Mario Díaz


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MARIO DIAZ MELÉNDEZ

Madrid-Soria


Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid. Diplomado en Estudios Avanzados de Doctorado en Prehistoria y Arqueología por la UAM. Premio de Investigación Diputación de Soria (2005) por su tesina: "Arqueología, paisajes y formas de vida en la serranía norte de Soria durante la I Edad del Hierro".


Tras haber trabajado como arqueólogo, en la actualidad es profesor de enseñanza secundaria y bachillerato en la escuela pública.




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