Son
la remembranza del principio del año celtibérico.
A
decir de Jorge Rivero Meneses, historiador e investigador
vallisoletano, antes de la llegada de los romanos el calendario
peninsular se iniciaba en el mes de marzo que hoy conocemos. Con
este motivo, especialmente en nuestra demarcación céltica, se
celebraba la llegada del nuevo año rindiendo culto a la primavera,
al fuego, a los árboles y a la naturaleza, a la iniciación de los
guerreros adolescentes, de las mujeres en “edad de merecer”, y a las
familias de la comunidad.
Afianzados en esa tradición, los romanos la adoptan en su calendario
como la “calendae martiae”, y sobreviven con el cristianismo en una
fórmula más liviana, atribuidas a San Rosendo. Son citadas como
tales por primera vez en 1910. En esta última época, y antes de su
casi total desaparición, se presentan como una ronda por el pueblo a
cargo de los mozos que saludan a las autoridades, a las casas del
lugar, a las mozas casaderas, y recogen donativos para una cena
posterior. En otros lugares se han visto reducidas a un intercambio
de tonadillas, con el motivo central del despertar de la naturaleza
y los instintos, en torno a una hoguera, en un encuentro entre
gentes del pueblo que culmina en la confraternización vecinal.
Digamos que son el antecedente de las navidades que hoy conocemos.
Es creciente
el número de localidades que tratan de recuperar esta celebración,
en conexión directa con su pasado más remoto.
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