Francisco Burillo Mozota
El conocimiento que tenemos la existencia de los
celtíberos ha venido, en primer lugar, por las fuentes de los escritores
grecolatinos, que son quienes le dan entidad de grupo diferenciado. A la
información sobre su ubicación territorial se unen otras sobre su
comportamiento bélico, rasgos culturales y económicos, etc., que, sin
embargo no pasan de ser breves pinceladas sobre esta comunidad. La
personalidad de este grupo ha quedado ratificada por la arqueología, que
descubre cómo eran sus asentamientos y sus necrópolis, y a través de su
investigación nos acerca a conocer aspectos como la organización del
territorio, la economía, la estructuración social, la cultura material, el
ritual de enterramientos, etc., y también por los estudios lingüísticos,
que nos indican la utilización de una lengua indoeuropea, proporcionando
información para acercarnos a aspectos tan importantes como su
religiosidad.
Sin embargo, no escapa al estudioso de la antigüedad que dichos
testimonios no son homogéneos ni sincrónicos. Las fuentes escritas que a
ellos se refieren se inician en el último cuarto del siglo III a.C. Los
estudios lingüísticos se basan en textos que no remontan estas fechas o en
topónimos que conocemos a partir de este momento, y si bien los datos
arqueológicos pueden proporcionar testimonios directos, no sólo de los
momentos finales de esta cultura, sino también de los siglos anteriores en
que se gesta, nos encontramos con que son escasísimas las excavaciones
existentes para la Celtiberia Citerior y la relativa abundancia de la
Ulterior, cor responde en gran parte a excavaciones antiguas de
necrópolis, siendo necesaria la realización de nuevas investigaciones
según los criterios metodológicos actuales.
Por otra parte esta desigual información tiene distinta valoración según
quien sea el que la ha producido. La visión dada por las fuentes escritas
no emana del grupo celtíbero, sino que es la interpretación que de él hace
el grupo romano y, por tanto, según sus criterios e .intereses; así vemos
cómo inicialmente se centraron en temas concernientes a su conquista, y
una vez realizada ésta pasan a enumerar geográficamente el territorio
dominado, entremezclando siempre breves descripciones etnográficas, que
amenizan el relato y con frecuencia marcan la distancia de su concepción,
Roma- civilizada y civilizadora contra Celtiberia-incivilizada. No
obstante, estos datos, aun siendo tendenciosos, podrán acercarnos a
entrever la entidad del grupo indígena, sus alianzas y enfrentamientos, su
estructuración social y su sistema de gobierno, la ubicación de sus
territorios y de sus ciudades.
La expresión de los celtíberos habría que buscarla en sus propios textos,
pero de todos es conocido lo escaso de los mismos y la dificultad de su
traducción. Serán los yacimientos arqueológicos los que provean nuevos
documentos escritos (los dos bronces de Contrebia Belaisca son un buen
ejemplo y esperemos que un buen augurio de hallazgos venideros), así como
información muy variada para acercarnos al conocimiento de los celtíberos
a partir de sus propias manifestaciones y contrastarlas con las fuentes
grecolatinas.
Estamos actualmente en un momento de renacimiento de los estudios sobre la
Celtiberia; lo mucho que queda por hacer abre una esperanza a los trabajos
futuros, a la vez que coloca como momentáneas y de mero transito muchas de
las aportaciones de síntesis actuales. Pero tan positivo como aportar
soluciones nuevas lo es el plantear hipótesis y realizar preguntas, ya que
marcan la dinámica en la que se cimentara el conocimiento futuro.
1. SOBRE LA DELIMITACIÓN DEL TERRITORIO DE LOS CELTIBEROS.
Definir el territorio ocupado por los celtíberos es un tema prioritario,
porque será en él donde hallaremos las huellas de la población que lo
ocupó. Las fuentes escritas proporcionan distintos grados de entidad
territorial correspondientes a los momentos finales del mundo celtibérico,
y que deberán comprobarse con la información que proporcione la
lingüística, la epigrafía y la arqueología, lo cual no siempre es posible.
Los escritores clásicos presentan distinto rigor científico cuando se
refieren a los celtíberos, existiendo casos de errores manifiestos (Bosch,
1932, 541; Lormas, 1980, 83), como situar la Celtiberia frente a las
Casitérides. Sin embargo, el problema se plantea cuando aparecen
informaciones aparentemente contradictorias que ponen al investigador
actual en dudas sobre la solución correcta; así, Segeda aparece como
ciudad bela en las fuentes del siglo II a.C. (Apiano, Iber, 44), mientras
que Estabón (III, 4, 13) la identifica como arévaca: ¿error o cambio real?
El nivel más amplio de identidad territorial que encontramos en las
fuentes corresponde a la Celtiberia como tal, concepto genérico en los
inicios de la conquista romana y que pasa posteriormente a concretarse en
la región geográfica en la que viven los celtíberos (Koch, 1979).
Existen, no obstante, imprecisiones como el asimilar esta región a la
Meseta, siendo el Sistema Ibérico, la Idoubeda, quien separe Celtiberia de
Iberia (Polibio, 3, 17; Estrabón, III, 4, 12), y por lo tanto dejando
fuera el territorio del valle del Ebro que le corresponde.
En el segundo nivel encontramos la división en citerior y Ulterior. Esta
conceptualización, aceptada por todos los investigadores actuales, es
también geográfica y supone una división de la Celtiberia idealizada por
los romanos según el criterio de mayor o menor proximidad al territorio
por ellos dominados, tal como se desprende de Livio (40, 39) al citar el
ataque romano al agrum ulterior de la Celtiberia. Es muy probable que el
relieve tan identificado en la antigüedad como la citada Idoubeda fuera la
frontera en esta circunscripción. Pero ¿existía esta dualidad entre los
propios celtiberos?. Realmente lo desconocemos y únicamente ante citas de
acontecimientos concretos podemos verla reflejada, pero sin que sepamos
darle mayor trascendencia. Así, en el 152 (Polibio, 35, 2) tienen
relaciones distintas con los romanos los arévacos, a los que denominan
enemigos, y los belos-titos, que llaman aliados, y que corresponden
respectivamente a la Ulterior y Citerior; como veremos más adelante, será
la lingüística y la arqueología quienes nos proporcionen más datos sobre
esta bipartición.
El tercero corresponderá a los indígenas, cuya traducción literal por el
termino de tribu, dotado con sus connotaciones sociopolíticas, llevo a
interpretaciones incorrectas, hoy superadas (Fatás, 1981). Su sentido
geográfico queda claro en Estrabón (III, 4, 13) al hablar de las cuatro
partes en que es dividida la Celtiberia e indicar que para otros autores
son cinco; de ellas cita las habitadas por los arévacos y los lusones, sin
que exista-actualmente uniformidad de criterios al contemplar esta
información.
Generalmente lusones, belos, y
titos se sitúan en la citerior y arévacos en la ulterior, existiendo
discrepancias sobre el quinto nombre, defendiéndose el de pelendones (Taracena,
1954), vacceos (Wattemberg, 1960), berones (Rodríguez-Colmenero, 1979) o
el denominado celtibero propiamente dicho (Bosch, 1932,581), Un estudio
reciente sobre los pueblos de la Citerior me ha llevado (Burillo, 1986) a
dar a los belos una mayor extensión y atribuirles, entre otras, las
ciudades de Nertobriga y Bilbilis, consideradas normalmente como lusonas,
quedando la zona del Queiles y Huecha como más propia para solar de los
lusones.
Las ciudades, si bien surgen en la celtiberia con anterioridad a la
llegada de los romanos, presentan un gran desarrollo a partir de su
presencia (Burillo, en prensa, a). A ellas les corresponderá el cuarto
grado de entidad territorial. De su independencia tenemos algunos
testimonios en el siglo II a.C., siendo uno de los mas claros el que
refiere Polibio (35, 2) al indicar que los romanos conceden audiencia a
belos y titos separadamente por ciudades, y queda ratificado plenamente
para los comienzos del I a.C. en el bronce de Contrebia (Fatás, 1980).
Será a partir de la reducción de las ciudades a un yacimiento arqueológico
concreto cuando podremos marcar con cierta precisión la extensión de los
celtíberos en su etapa histórica, pero siempre y cuando se clarifique
previamente las contradicciones que se desprendan de las fuentes sobre su
adscripción exacta.
La lingüística contribuye a delimitar el territorio en el que se extiende
la lengua indoeuropea celtibera; sus limites, que fueron estudiados por
Tovar (1973), tienen cierta precisión para las zonas norte, este y sudeste
y son mas difusos en las direcciones restantes. Estas investigaciones
llevan a incluir en la nomina de pueblos celtibéricos los lobetanos y
turboletas, que las fuentes escritas no citan como tales. La escritura
refleja también diferenciaciones dentro de la propia Celtiberia (Lejeune,
1955, 52, y Untermann, 1975, 123), separando, por la utilización de
distintos signos, una zona oriental y otra occidental.
Con todo ello podemos plasmar un territorio muy concreto en el que con
toda seguridad habitaban los celtíberos históricos y que se extendería por
la zona Este de las actuales provincias de Guadalajara, Soria y Rioja y
Oeste de Zaragoza y Teruel, y que se ampliaría a la zona Nortea de Cuenca
si se acepta incluir las ciudades carpetanas que Ptolomeo cita como
celtiberas y que se podría prolongar todo el en dirección Oeste según los
pueblos que se decida incluir en la nomina.
La arqueología dista actualmente de poder proporcionar información
suficiente para diferenciar por si sola; en esta etapa narrada por las
fuentes, los limites exactos de los celtíberos con sus vecinos inmediatos,
y los de sus distintas entidades territoriales, anteriormente vistas. Si
que se puede afirmar la personalidad de la zona oriental de la Meseta, por
sus características necrópolis y la presencia de ciertos elementos de
cultura material específicos de ella (Schule, 1969, mapas 3136), aun
cuando en algunos casos presenten difusiones a territorios más amplios.
También se puede aceptar una diferenciación entre dicho territorio, que se
encuadraría en la Celtiberia Ulterior y la celtiberio Citerior, en el
valle del Ebro, como lo evidencia la ausencia de polis localizadas en esta
zona a pesar de su intensa búsqueda, indicándonos la diferencia en los
criterios en ubicar los enterramientos y por lo tanto en su ritual.
Si queremos penetrar en el origen de los celtíberos, tendremos que
estudiar los acontecimientos anteriores a la llegada de los romanos en la
zona nuclear celtibérica, para lo cual tan sólo disponemos de la
arqueología. Los cambios que se detecten deben valorarse en su justo
término, diferenciando los que supongan la llegada de gentes nuevas de los
que indiquen influencias externas o evoluciones propias.
2. SOBRE EL ORIGEN DE LOS CELTIBEROS.
Los escritores antiguos señalan (Tovar, 1977), con criterios etnológicos,
tres grupos diferenciados de celtas en la Península, Los Celtíberos (a los
que Estrabón añade los berones), los célticos de Portugal y de Galicia.
Existen también referencias de algún enclave como el que relata Estrabón
entre los cántabros.
La explicación del nombre de celtíbero fue empresa acometida por varios
autores de la antigüedad (Apiano, Diodoro, Lucano, etc.). Las
características de este nombre compuesto invitaban a entenderlo como una
suma de las partes que lo forman, viendo en su unión racial el surgimiento
de los celtíberos. Esta visión es asumida orgullosamente y en su propia
persona por el poeta bilbilitano Marcial, que se ve ex Hiberis et Celtis
genitus (Dolç, 1953, 154).
Ha sido preocupación de distintos investigadores actuales el explicar el
origen de los celtíberos y la formación de su cultura. Schulten (1914, 99)
defendía que eran iber4os inmigrados en un país céltico. Bosch explica la
llegada de los celtas a la Península Ibérica por medio de una serie de
invasiones, apoyando sus deducciones en las relaciones lingüísticas
existentes entre los nombres de las tribus citadas por las fuentes en la
Península con los de otros puntos de Europa. Inicialmente (1942) las
invasiones se reducían a dos, en el 900 y en el 600, y posteriormente
(1950-53) las amplía a cuatro. Es en la última oleada cuando coloca la
llegada de los celtíberos: arévacos, titos y belos, identificándolos con
los belavacos procedentes de Bélgica, donde hacia el 600 habían sido
presionados por los germanos. La llegada de los belos supone la
celtización de los lusones, que considera indígenas. Defiende también
Bosch (1932, 597) la fusión de la población indígena con los celtas,
formando la población mixta de los celtíberos. Esta penetración de celtas
a tierra de iberos es defendida por Pericot (1951, 53) e igualmente por
Taracena (1954, 216), para quien la llegada de los celtíberos se
efectuaría en el siglo VI, a excepción de los pelendones, que sitúa en una
fecha anterior imposible de precisar; se mezclarían con los habitantes
iberos, a los que dominarían, forjando más tarde su cultura con nuevas
influencias de la civilización ibera. Wattemberg (1960, 151-152) sitúa la
formación de los celtiberos como una fusión étnica y cultural que se
realiza en el siglo IV y comienzos del III, ya por un avance de pueblos
ibéricos, ya por un desbordamiento de los celtas hacia áreas
mediterráneas. Esta opinión de modernidad continúa actualmente siendo
defendida por Santos Yanguas (1981, 53), para quien el núcleo celta de la
última invasión, alrededor de los años 350-300, fue el que afecto en toda
su profundidad a la Celtiberia.
Un aporte innovador al problema lo plantea Schüle, (1969), autor que
representa para Tovar (1983, 257) una nueva época en la combinación de los
datos de la arqueología con los de la lingüística y la tradición histórica
más o menos remota. Se guarda de suponer que la aparición de rasgos
culturales supone por sí una invasión, dejando de ser ésta el único motor
de cambio. Por el contrario, cree que el cambio en ciertos territorios de
los rasgos de Campos de Urnas y la aparición de las características del
Hallstatt puede ser simplemente la aceptación de las novedades
hallstáticas por la población anterior. Al mismo tiempo cree que ciertos
caracteres de culturas locales de Hispania que se atribuyen a la
influencia de Hallstatt podrían ser en la península anteriores. No
prescinde de la idea de que la creación cultural no es monopolio de los
conquistadores.
Actualmente, Domínguez Monedero (1983) defiende el término de celtiberos
como la forma de denominar a los celtas que vivían en Iberia. 'Tovar
(1985, 16) también los define como celtas iberos. Respecto a la cronología
encontramos teorías distintas; Pellicer (1984, 310) señala para finales
del siglo VI la llegada de intensos aportes, tanto étnicos como
culturales, a través del Pirineo occidental, configurándose con ellos el
mundo celtibérico. Almagro Gorbea (1977) y Ruiz Zapatero (1983-85, 40), al
tratar el tema de los Campos de Urnas en el nordeste de la Península,
aceptan únicamente
penetraciones con entidad
durante los Campos de Urnas antiguos, entre el 1100 y el 900, defendiendo
la existencia, a partir de este momento, de una evolución autóctona por
grupos regionales que llevará sin solución de continuidad a la plena
cultura ibérica, abandonándose el modelo invasionista que tan en boga
estuvo en etapas anteriores. No obstante, se señala (Ruiz Zapatero,
1983-84, 1063 y ss.) para el siglo VIII la llegada de aportes étnicos de
pequeña intensidad a través de los Pirineos Occidentales, y a los que se
les responsabiliza de la aparición de nuevos elementos como la cerámica
grafitada.
Sin embargo, debemos explicar de forma satisfactoria la manera en que en
una zona marginal y tardía en la expansión de los Campos de Urnas, como es
la Celtiberia, encontramos en época histórica una lengua, una religión y
unas costumbres junto con aspectos culturales propios, que no existen en
otros territorios en los que los Campos de Urnas han tenido una mayor
antigüedad y raigambre, caso del Segre o del Bajo Aragón.
Otra acepción del término celtibérico hace referencia (Martín Valls, 1985,
123) a la presencia de ciertos rasgos, originarios en la cultura ibérica,
en los pueblos meseteños llamados habitualmente célticos; es el caso de la
aparición en este territorio de la cerámica a torno condecoración pintada.
Este concepto tiene un sentido amplio, ya que estas influencias se
extienden en un territorio más extenso que la propia Celtiberia. Así se
habla del mundo celtibérico en la región Carpetana (Blasco Alonso, 1983,
130).
2.1. EL ORIGEN SEGUN LA INFORMACIÓN ARQUEOLÓGICA
La información que nos proporcionen los restos arqueológicos existentes en
el solar de la Celtiberia histórica será clave para poder observar la
evolución de los celtíberos. Los indicios deberemos buscarlos en la etapa
inmediatamente anterior., especialmente en la correspondiente al Bronce
Final y la I Edad del Hierro. A partir de ella tendremos datos para
plantear soluciones a problemas como el desarrollo del sistema cultural, o
la existencia o no de aportaciones étnicas.
Dada la diferencia existente entre el poblamiento del valle del Ebro y el
de la zona más interior del territorio celtibérico, acometemos el análisis
de forma independiente para cada una de las áreas.
2.1.1. El curso alto y medio del Ebro en su margen derecha
Las prospecciones arqueológicas realizadas en la margen derecha del río
Ebro han demostrado la existencia de una intensa ocupación en el momento
anterior a la Celtiberia histórica. Los vacíos existentes se van llevando
progresivamente conforme avanzan las investigaciones. De manera que son ya
numerosos los yacimientos identificados en la zona oriental de La Rioja,
correspondiente a la cuenca del Cidacos y del río Alhama (Castiella, 1997;
González Blanco et al., 1983; Pascual, P y H., 1984), y en los aragoneses
Huecha (Aguilera y Royo, 1978); Jalón, con las prospecciones todavía
inéditas de Pérez Casas; Huerva (Burillo, 1980), y Jiloca (Aranda, 1986;
Burillo, 1981; Picazo, 1980).
La falta de excavaciones en poblados del Bronce Medio hace que este
momento sea mal conocido, pero se puede señalar la existencia de varios
asentamientos estables y con construcciones perennes, contradiciendo la
visión tradicional que vela el valle medio del Ebro como una zona
retardataria para esta época y atribula la llegada del urbanismo a las
influencias transpirenaicas posteriores.
También son escasamente conocidas las etapas iniciales del Bronce Final y
las pervivencias del sustrato c indígena. De ahí la importancia delas
excavaciones realizadas en el yacimiento de Moncín en Borja, en vías de
publicación, y de las que existe algún avance (Moreno, 1984), por la
presencia de estratos correspondientes al Bronce Medio y Final. Existen
hallazgos que muestran la influencia de la cultura de Cogotas en este
territorio (Hernández Vera, 1983), influencias que pueden ser mayores si
la cerámica excisa del Ebro se vincula con este horizonte (Pellicer,
1985), aunque no debe desecharse los argumentos que defienden una
vinculación en sentido contrario (Fernández Posse, 1982, 144).
Recientemente se ha valorado (Aguilera, 1980, 91, y Ruiz Zapatero, 1984)
la presencia de ciertas cerámicas incisas con motivos de dientes de lobo,
en un área del Alto Ebro y extremo nordeste de la Meseta Norte, como
manifestación de la existencia de un Bronce Final local, coetáneo a
Cogotas I.
Los yacimientos que se vinculan a los Campos de Urnas son, sin lugar a
dudas los más numerosos, aunque en su mayor parte sólo se han investigado
a nivel de prospección, salvo honrosas excepciones, como es el caso de
Cortes de Navarra. Nos indican la existencia de un progresivo e intenso
poblamiento en este territorio. La síntesis de Ruiz Zapatero (1983-85,
604) muestra, para esta zona, como la ocupación mas antigua conocida es la
de Cortes PIII, con un posible origen en el siglo IX, no existiendo por lo
tanto elementos que puedan adscribirse a los Campos de Urnas antiguos. La
primera fase corresponde, pues, a los Campos de Urnas recientes (800-650
a.C.); en ella encontramos el primer poblamiento correspondiente a esta
cultura y cuyas relaciones muestran su vinculación con los grupos del Bajo
Ebro. A él se uniría los nuevos aportes que hacia el siglo VIII llegaron a
través de los Pirineos Occidentales (Ruiz Zapatero, 1983-85, 1063). Señala
este autor como la fase siguiente de los Campos de Urnas del Hierro se
caracteriza por una multiplicación de los asentamientos sin aportes
étnicos externos, ya que presenta una evolución interna a partir del
sustrato anterior.
Encontramos a lo largo de la margen derecha del Alto y Medio Ebro, en los
momentos en que comienzan a llegar los influjos culturales ibéricos, un
intenso poblamiento que se caracteriza por su gran afinidad cultural y una
economía esencialmente agrícola. El territorio que ocupa es más extenso
que el que conoceremos como propio de la Celtiberia histórica. La mayoría
de los poblados y necrópolis pertenecientes a los Campos de Urnas del
Hierro son abandonados, identificándose en alguno de ellos niveles de
destrucción, coincidiendo con la primera penetración de la cerámica a
torno, sin que la mayoría vuelvan a ser ocupados en el momento siguiente
(Aguilera y Royo, 1978; Burillo, 1980 y en prensa B; Ferreruela y Royo,
1985).
Los nuevos poblados en los que domina la cerámica a torno presentan un
desarrollo continuo, que en la mayoría de los casos llega hasta época
histórica. Continuamos para estos momentos con una precariedad en las
excavaciones, por lo que la mayor parte de la información se limita a la
que nos proporcionan las prospecciones superficiales. Es por ello que en
muchos casos no podemos determinar la datación del origen de un poblado
concreto, que ya podemos considerar cómo celtibérico, ni señalar ante la
presencia de cerámica a mano si es contemporánea a la de torno o si
corresponde a un momento anterior, y en este caso si existe una
continuidad sin interrupción o ésta existe fruto de una destrucción o
abandono por un cierto tiempo del yacimiento, lo que implica que puede ser
ocupado por otras gentes.
Pero ¿de qué forma se conexiona el poblamiento de los Campos de Urnas del
Hierro con los celtíberos?, ¿por qué causas no existe una adecuación entre
un territorio y otro, y entre los asentamientos y necrópolis de una y otra
época?
2.1.2. El reborde oriental de la Meseta
Los estudios sobre el grupo cogotas I (Delibes y Fernández, 1981; Delibes,
1983 Fernández Posse,
1982), han servido para
valorarlo como una de las culturas más dinámicas a lo largo del Bronce
Final, y cubrir con su presencia, no sólo el periodo comprendido entre el
1200 y el.800a.c. en la Meseta, sino también demostrar su origen en este
territorio durante el Bronce Medio (Jimeno, 1984), en la fase denominada
Pre/Proto-Cogotas, y rastrear su vinculación con el mundo campaniforme de
Ciempozuelos.
Los hábitats de Cogotas I identificados son cabañas y sus sistemas de
enterramientos son de inhumación. Su economía es predominantemente
ganadera y algo agrícola, y se atribuye a la trashumancia el ser el
vehículo importante en los contactos con otros territorios, especialmente
el andaluz. Presentan cerámicas características tanto en sus formas como
en sus decoraciones, siendo significativa la asociación del boquique con
la excisa. En lo que respecta a la zona del Alto Duero se expresan
criterios distintos, entre la defensa (Romero, 1984,28) de su similitud al
resto de la Meseta Norte, o el señalar (Ruiz Zapatero, 1984, 175) que la
presencia de elementos de Cogotas I son intrusivos, y que actúan sobre un
poblamiento indígena del Bronce Final, al que se debe atribuir las
anteriormente citadas cerámicas incisas con decoración de diente de lobo.
En estos últimos años (Arteaga y Molina, 1977) se ha cambiado la exclusiva
vinculación de la cerámica excisa meseteña al mundo hallstático como hasta
hace poco tiempo se defendía (Almagro, 1939, 142 y ss.; Maluquer, 1956),
diferenciándose la que puede corresponder al mundo de Cogotas I de las más
tardías que se vinculan a los Campos de Urnas del valle del Ebro (Ruiz
Zapatero, 198385, 788). Los nuevos trabajos colocan en momentos más
recientes las penetraciones de los Campos de Urnas, que a través del valle
del Ebro llegarían no antes del 700, suponiendo el final de la cultura de
Cogotas I, pero con una mezcla indudable con la misma, siendo
significativos yacimientos como Reillo en Cuenca (Maderuelo y Pastor,
1981) en donde existe una clara fusión de cerámicas que se vinculan a
ambos grupos. En esta época, junto a otras decoraciones, encontramos la
cerámica grafitada (Ruiz Zapatero, 1983-85,761; Valiente, 1982), que se
relaciona con los hallazgos del Alto y Medio Ebro que se extiende hasta
Andalucía. También la cerámica pintada aparece en varios yacimientos
(Almagro Gorbea, 1977,454; Blasco, 1980-81; Blasco y Alonso, 1983; Cerdeño,
1983; Ruiz Zapatero, 1983-85, 741-760), discutiéndose sobre su relación,
bien con los campos de Urnas del valle del Ebro, donde se da la
posibilidad de un doble origen exterior o local, bien con la zona
andaluza.
2.1.2.1. El territorio de los castros sorianos
Estas penetraciones tardías de los campos de Urnas configuran en las
estribaciones sorianas del sistema ibérico una ocupación con personalidad
propia conocida como la cultura castreña Soriana o de los castros sorianos
(Taracena, 1984;Romero, 1984a, c, 1985; Ruiz Zapatero, 1984). Se sitúa su
inicio a mediaos del siglo VII y se caracteriza por restringirse
territorialmente a una zona concreta de las montañas del Alto Duero.
Presentan un sistema defensivo más desarrollado que los contemporáneos
Campos de Urnas finales del valle del Ebro, así se ha podido identificar
en distintos poblados la presencia de murallas, fosos e incluso torreones,
destacando por su peculiaridad los frisos de piedras hincadas tan
característicos de la zona de Irlanda, Escocia y Gales (Hogg, 1957, y
Harrison, 1971), pero que en dicho valle del Ebro no han sido localizados,
planteando su existencia un problema interesante, dado que los que
aparecen en la Meseta Occidental y el noroeste peninsular (Helen et al.,
1979, y Esparza, 1982) parecen ser una evolución de los sorianos. Este
sistema poliercético de frisos de piedra nos está indicando la existencia
de una caballería potente, en posesión de un grupo ajeno a estos castros
sorianos y de la que se defienden con este medio. Otro rasgo
característico de los mismos es el desconocimiento que tenemos de sus
necrópolis, contrastando con la zona del Alto Jalón.
Muchos de estos castros no presentan una continuidad con la etapa
posterior de la II Edad del Hierro; aparecen nuevos asentamientos.
(Romero, 1984a, 75, y 1984c, 64), que por su emplazamiento denotan un
predominio de la actividad agrícola. Existen algunas formas cerámicas que
son pervivencias del periodo anterior, y hacen su aparición las
decoraciones de peine y estampadas que suponen influencias de la cultura
de Cogotas II. En fase inmediatamente posterior encontramos la cerámica a
torno, reflejando el proceso de aculturación ibérica, que en esta zona es
más retardatario que en el valle medio del Ebro. Son estos poblados y los
que surjan en estos momentos los que conocemos en etapa histórica como los
celtibéricos de este territorio. Un hecho importante es la identificación
de necrópolis localizadas a cierta distancia de los poblados.
Necrópolis que presentan
ciertas afinidades en sus ajuares con las existentes en la zona occidental
de la Meseta, pero que son mayores con las del grupo del Alto Jalón con
las que deben englobarse. Nos muestran un amplio desarrollo de la
metalurgia del hierro y de la artesanía, así como la existencia de una
sociedad guerrera en la que el caballo debió ser muy importante.
2.1.2.2. El Alto Jalón-Henares
En el área geográfica en la
que englobamos el curso alto del Jalón y del Henares y territorios
aledaños, 1as influencias de los Campos de Urnas del valle del Ebro
penetrarían a través del jalón y de ratificarse la datación por C-14 del
poblado de la Coronilla en el 950 a.C. (Cerdeño-García Huerta, 1982),
deberá valorarse los caminos que llevan alas parameras de Molina.
Paralelamente al desarrollo de los castros sorianos encontramos una
ocupación, en la que los asentamientos comienzan esencialmente a conocerse
a nivel de prospección, poblados como Pico Buitre en Espinosa de
Ornares(Valiente, 1984) o Ríosalido en la zona de Sigüenza (Fernández
Galiano, 1979,42) muestran la fusión de tradiciones indígenas con aportes
de Campos de Urnas. Debe destacarse el castro de Guijosa (Belén, M. et
al:, 1978) por ser el único en este territorio con un sistema defensivo de
piedras hincadas que debería relacionarse con los castros sorianos,
similitud que se extiende a ciertas formas de cerámicas de otros
yacimientos (Romero, 1984c,54). Sin embargo una visión más amplia muestra
que por encima de algunas afinidades con zonas vecinas, nos encontramos
ante un núcleo que presenta su propia entidad, como lo demuestran sus
necrópolis, con un origen en las penetraciones de campos de Urnas pero con
indicios de fusión con elementos indígenas meseteños de Cogotas I, así en
la de Alpanseque (Cabré y Morán, 1977, 114) aparece cerámica de boquique y
en la de Atance (Paz Escribano, 1980, fig. 5, 10) excisa. Necrópolis que
reflejan una fuerte personalidad creadora en sus ajuares, donde
encontramos series privativas, como es el caso de algunas fibulas (Cabré y
Moran, 1977, 142).
Interesa destacar que estas necrópolis son las únicas de las
manifestaciones hasta ahora señaladas con una continuidad desde fines del
siglo VII/mediados del VI hasta época histórica, y por lo tanto el único
enclave en el que se observa una perduración desde la Primera Edad del
Hierro hasta el mundo celtiberico. Cierto es que algunas de ellas llegan
hasta el siglo IV, caso de Almaluez (Domingo, 1982) o Prados Redondos (Cerdeño,
1979), pero otras, como Carabias (Fernández Galiano, 1979, 38), lo hacen
hasta el siglo III-II a.C., o incluso mas tardíamente, así Aguilar de
Anguita (Argente, 1974). Las diferencias que presentan se ciñen a formas
del ritual, caso del alineamiento de las urnas, y deben estudiarse en
profundidad para ver si reflejan variaciones espaciales o cronológicas.
Algunos aspectos son mejor conocidos, por ejemplo la disminución de los
ajuares en su etapa final del siglo III-II a.C., de lo que Riba de
Saelices (Cuadrado, 1968) es uno de los mas claros exponentes. Hay
variaciones que reflejan la asimilación de los nuevos cambios culturales,
indicando todo ello la ausencia de interrupciones en su desarrollo. Pero
continuidad en el uso también la tenemos en necrópolis ibéricas del
Sureste, en las que se ha comprobado la existencia de destrucciones en sus
etapas mas antiguas, por ello se hace necesario profundizar en el estudio
de las necrópolis celtibéricas y de sus respectivos poblados para
ratificar los datos actuales.
Otro hecho importante (Romero, 1984a, 85) es la expansión, ya comentada,
que presentan estas necrópolis hacia la zona soriana ocupada por los
castros, coincidiendo con su desaparición y con el surgimiento de nuevos
asentamientos.
2.2. LAS REPERCUSIONES DE LA CRISIS DEL IBÉRICO ANTIGUO
Como hemos visto
anteriormente, tanto en la zona del valle medio del Ebro como en el
territorio soriano, se comprueba la existencia de una ruptura entre las
ocupaciones que podemos vincular a los asentamientos de los Campos de
Urnas del Hierro y el periodo siguiente en el que encontramos ya
asentamientos que conocemos como celtibéricos en época histórica.
Todavía no se puede fijar con exactitud la cronología en que esto sucede y
diferenciar si corresponde a un mismo momento o se desarrolla a lo largo
de un periodo dilatado de tiempo. Lo cierto es que entre finales del siglo
VI y durante el siglo V, especialmente en su primera mitad, asistimos a
cambios importantes en el doblamiento, suponiendo en algunos territorios
de la Península Ibérica una verdadera ruptura. Encontramos destrucciones y
abandonos ampliamente referenciados (Burillo, en prensa-b) en el Bajo
Aragón, dándonos una información de gran importancia, como es que en este
fenómeno no debe verse una transición de los Campos de Urnas de Hierro al
periodo siguiente, sino que lo encontramos en el periodo del ibérico
antiguo de esta zona bajoaragonesa, indicándonos que esta ruptura no ha de
interpretarse como una mera adaptación a los cambios de toda índole que
conlleva la iberización. Las dataciones absolutas son todavía escasas,
pero nos muestran cierta afinidad entre el Bajo Aragón, en donde se halla
la Loma de los Brunos de Caspe 490+50 y 500+50 (Eiroa, 1983), el ya mas
próximo Cabezo de Miranda de Juslibol con 490+80 (Fatás, 1974) y la
necrópolis del Cabezo de Ballesteros en Épila en la zona del Jalón medio,
440+50 y 460+50 (Pérez Casas, 1984). Es importante la comunicación de
Llanos en el Congreso Nacional de Arqueología de Logroño de 1983 sobre las
dataciones del yacimiento de La Hoya en la Rioja alavesa y que dan un 550
para un nivel del Hierro I y un 460 para uno superior con cerámicas a
torno (Pascual, P. y H., 1984, 58), mostrando que entre ambas fechas debe
de situarse la separación de los dos poblados superpuestos. En la zona de
los castros sorianos la penetración de la cerámica a torno es mas tardía,
por ello es interesante observar cómo en el Zarranzano (Romero, 1984b,
197) existen dos niveles de hábitat con datación absoluta, uno en el 460+
50, que registra una destrucción y otro inmediatamente posterior en el
430+50.
En la zona occidental de la Meseta también se observan cambios
significativos, aparentemente contemporáneos a los anteriormente citados,
así Martín Valls (1985, 106) sitúa entre el 500 y e1 400 el levantamiento
de una fuerte muralla en Sanchorreja, y con ella relaciona la de otros
asentamientos, y lo vincula a una corriente con dirección E-O causante del
surgimiento de las barreras de piedras hincadas.
Si ampliamos nuestras miras a un territorio mas extenso, se puede observar
cómo la desaparición de tartessos puede fecharse entre el 530 y el 500
(Fernández Jurado, 1984) y como en el sureste (Cuadrado, 1981) y zona
valenciana (Aparicio, 1984) durante. I. siglo V existe una sistemática
destrucción de restos arquitectónicos y escultóricos pertenecientes a
antiguos monumentos funerarios. También se han datado a mediados del siglo
V destrucciones en yacimientos del sureste de la Meseta (Almagro Gorbea,
1978, 211), y en la misma época en el Languedoc (Solier, 1978, 211). Y no
debe olvidarse en la valoración de estos acontecimientos las alteraciones
existentes por estas fechas en la cuenca mediterránea, que desembocan en
enfrentamientos entre las talasocracias púnica, etrusca y griega, dando
lugar a importantes cambios.
Nos encontramos ante un periodo de crisis generalizada en buena parte del
Mediterráneo occidental que necesita de una mayor profundización en las
investigaciones para conocer cómo se desarrollan los acontecimientos y el
grado de vinculación, espacial y temporal, existente entre ellos. En
algunos casos como en el sureste peninsular y Levante parece que asistimos
a una crisis de índole económico y social, en otros las causas no están
claras, pero no debemos olvidar la posible concatenación de estos hechos,
y que por lo menos para el valle del Ebro desembocaran en desplazamientos
de gentes según parecen testimoniar las fuentes (Beltran, M. 1976, 411),
reflejando un movimiento desde la zona litoral al interior.
Pasado este periodo cambia el panorama del valle del Ebro, desaparecen
poblados antiguos y se abandonan sus necrópolis, surgen nuevos
asentamientos a los que difícilmente se les ha podido identificar el
lugar de sus enterramientos. Excavaciones realizadas en ocupaciones de
época ibérica, que anteriormente lo fueron de Campos de Urnas del Hierro,
han demostrado la existencia de una destrucción de la primera, el caso de
Azaila (Beltrán, M., 1976) y Juslibol (Fatás, 1972). Las interpretaciones
ligüísticas y culturales nos muestran que en época histórica el área de la
margen derecha del Ebro, que uniformemente podríamos adscribir a los
Campos de Urnas, se ha parcelado en dos zonas de entidad distinta, la
ibérica y la celtibérica.
2.3. GALOS Y CELTÍBEROS
Existen en el contexto celtibérico, o en sus proximidades, elementos que
se relacionan con la cultura de La Tène, planteándose el problema de las
causas de su presencia y si ello puede en alguna manera relacionarse con
la crisis arriba mencionada y explicar la configuración del mundo
celtibérico.
Encontramos testimonios de la cultura material que deben vincularse a La
Tène bien por ser originarios de la misma, bien por evolucionar a partir
de modelos latenienses. Los casos más evidentes los tenemos en ciertas
fíbulas y espadas que se adscriben a esta cultura y que encontramos con
cierta densidad en las necrópolis celtibéricas. Taracena (1954, 260)
vinculaba la presencia de espadas de La Téne I a una expulsión de los
iberos del sur de Francia por los celtas que vendrían antes del 350, y la
de las de La Téne II penetrarían con el grupo céltico belga hacia el 300.
Sin embargo, nada autoriza a seguir defendiendo estas invasiones, ya que
los estudios realizados (Mohen, 1979) en la zona del Languedoc y
Aquitanita y Noreste peninsular muestran como los primeros vestigios
pertenecientes a La Téne I corresponden a objetos aislados que aparecen en
contexto indígena, mostrándonos la existencia de una infiltración cultural
lenta y velozmente asimilada, hecho que es el que parece ocurrir también
en Celtiberia. Es en un contexto de La Téne II y en el siglo III cuando
encontramos su dominio cultural y político en el sur francés. Las espadas,
que en relativa abundancia encontramos en la Meseta, aparecen aisladas en
su contexto y nos muestran la gran aceptación de estos modelos y en
bastantes casos la muy posible fabricación local de los mismos. De igual
manera los estudios realizados sobre fíbulas con esquema de La Tène (Cabré
y Moran, 1983), muestran que, con los primeros momentos de esta cultura,
llegan por vía comercial al área ibérica, y así los modelos más antiguos
no los encontramos en la Meseta. Su presencia posterior en la Celtiberia
presenta adaptaciones y modificaciones de este tipo de fíbulas, a
través de las del área ibérica, algunas de las cuales serian importadas
desde ella.
Distinta es la información que nos proporciona la toponimia (Bosch, 1932,
5 Maluquer, 1974, 96), epigrafía (Beltran, M. 1978) y numismática
(Beltrán, A., 1980) y que nos muestra la existencia de amplios testimonios
geográficos y de nombres de asentamientos que deben vincularse con los
galos (Foro Gallorum, Gallicus flumen, pago gallorum, Caraves-Gal, etc.).
Sin embargo la gran mayoría los encontramos distribuidos en la margen
izquierda, siendo su presencia en la Celtiberia escasa y limitada a la
Citerior. Parece claro que evidencian la existencia de los asentamientos
galos, pero estos sólo podrían producirse a partir de la expansión
señalada en el siglo III en el sur francés, ya que por otra parte el
nombre de galo o gálata (Tovar, 1977) es un término tardío que aparece en
las fuentes a partir del siglo IV para denominar a las gentes de la
cultura de La Tène en la Galia y en todas las regiones por donde se
extienden.
Por lo tanto, no se puede aceptar la existencia de aportes técnicos
transpirenaicos en época de La Tène en la configuración inicial del mundo
celtibérico, ni su intervención en los acontecimientos que supondrán la
ruptura del doblamiento de esta región entre la primera y Segunda edad del
Hierro. Los elementos de cultura material que encontramos en yacimientos
celtibéricos y que se vinculan con esta cultura deben interpretarse como
meras adaptaciones de modelos externos.
2.4. LOS CELTÍBEROS Y LA METALURGIA DEL HIERRO
Una de las alabanzas más extendidas que encontramos en las fuentes sobre
los celtíberos hace referencia a la forja de sus espadas y el gran
desarrollo de la metalurgia del hierro. Siendo un punto clave, la
existencia de abundantes filones de este mineral en su propio solar, en el
tramo medio del Sistema Ibérico. Será a partir de la pujante metalurgia
del hierro donde Maluquer (1960, 143) veía la cristalización del mundo
celtibérico, hecho que según él tendría un foco originario en la zona
soriana próxima al Moncayo.
Uno de los problemas que se plantea es el del origen de esta metalurgia.
Las teorías tradicionales señalaban su llegada al noreste peninsular con
los influjos transpirenaicos, opinión que sigue teniendo sus defensores (Pons,
1984, 217) que actualmente se ha generalizado su vinculación al comercio
fenicio (Ruiz Zapatero, 1983-85, 850), con una primera fase de importación
de objetos y una segunda de elaboración propia. En ambas teorías el valle
del Ebro actuaría como vía de penetración. Para los defensores de la
segunda es esclarecedor el yacimiento de Cortes, por la presencia de
fibulas de doble resorte filiforme y de codo que deben vincularse a las
relaciones orientalizantes (Pellicer, 1982).
Recientemente (Ruiz-Gálvez, en prensa; Méndez y Velasco, en prensa) se ha
destacado la aparición de hierro asociado a cerámicas pintadas y
grafitadas en La Muela de Alarilla, en el río Henares, valorando un nuevo
camino de procedencia desde el sur peninsular y que incidiría
especialmente en la zona occidental de la actual provincia de Guadalajara.
Ya se ha mencionado cómo durante la fase de Cogotas I existirían mutuos
contactos de la Meseta con la zona andaluza, que continuarían en las fases
finales del Bronce Final, tal como se desprende de diversos hallazgos,
entre los que destaca el yacimiento de Cástulo (Blázquez y Valiente, 1981,
220 y ss.) con la presencia de cerámica grafitada y pintada. Sin embargo,
las penetraciones que pueden relacionarse con el mundo orientalizante
tartésico se concentran en la zona occidental de la Meseta en yacimientos
como Berrueco y Sanchorreja, mostrando la importancia de la posteriormente
conocida como vía de la Plata durante los siglos VII y VI (Romero, 1985,
101-103).
Contrariamente, en la zona oriental de la Meseta encontramos un verdadero
aislamiento tal como reflejan Cabré-Morán (1977, 142) ya que no aparecen
en los ajuares de las necrópolis antiguas
productos típicos fenicios, griegos o tartéssicos, a excepción de un
collar de cuentas de barro cocido de la necrópolis de Clares, que acusa
ciertas huellas púnicas.
Parece, pues, que el conocimiento de la metalurgia del hierro llegaría al
núcleo donde encontraremos a los celtiberos a través de la zona del valle
del Ebro, junto con las penetraciones tardías de los Campos de Urnas, aún
cuando su origen estaría seguramente en los influjos orientalizantes
existentes en este territorio. Las posibilidades del hierro sobre el
bronce desencadenarían la búsqueda durante la I Edad del Hierro de zonas
propicias para su explotación, encontrándose en el Sistema Ibérico un
territorio especialmente apto para ello. Cronológicamente se conocería ya
el hierro en las primeras épocas de las necrópolis del Alto Jalón, aún
cuando el momento de total asimilación e industrialización lo encontramos
a partir del siglo V (Hernández Vera y Murillo, 1985,180).
3. CONCLUSIONES
Los celtíberos son los habitantes de una región geográfica denominada
Celtiberia, en la que las fuentes antiguas identifican la existencia de
aportes celtas. Ratifica la presencia de elementos transpirenaicos
aspectos como su lengua indoeuropea, la manifestación de costumbres
sociales, como el hospitium, o la nómina de dioses a los que rinden culto,
de manera que presentan rasgos de identidad que les diferencian de sus
vecinos los iberos, lo cual también se percibe en su cultura material, aun
cuando se observe la asimilación de influencias procedentes de ellos.
Desconocemos sus características étnicas debido a la falta de estudios
antropológicos, limitados por la incineración a que someten a sus muertos,
por lo que no podemos definirnos al respecto, ya que diferencias en la
cultura material, en la lengua y en la religión no implican que deba haber
una composición radial distinta de la de la próxima zona ibérica.
Actualmente carecemos todavía de criterios suficientes para plasmar el
grado de afinidad existente entre cada una de las entidades territoriales
en que las fuentes dividen a los celtiberos; no obstante, a pesar de sus
rasgos comunes, se perciben dos áreas geográficas con personalidad propia
en su desarrollo, la meseteña y la del valle del Ebro.
Para la zona ocupada del valle del Ebro podemos rastrear el origen de los
celtíberos históricos hasta la segunda mitad del siglo V, gracias a la
continuidad que desde ese momento y hasta la romanización parecen
presentar algunos de los asentamientos identificados. En fechas
inmediatamente anteriores, y con posterioridad a finales del siglo VI,
observamos cómo la crisis del Ibérico Antiguo repercute en el abandono y
comprobada destrucción de la mayor parte de los poblados anteriores y
pertenecientes a la I Edad del Hierro. No existe, en estos momentos,
testimonios de llegada de gentes a través de los Pirineos en la
configuración de estos celtiberos, por lo que sus antecesores se
encontraban exclusivamente en la Península. Sí que parece haber
desplazamientos por el valle del Ebro, desde el litoral mediterráneo hasta
el interior. Como fruto de la crisis señalada cambiaría el panorama
uniforme de los Campos de Urnas del Hierro, que mostraba una gran afinidad
en el sistema de poblamiento y en sus manifestaciones culturales y
económicas, en un territorio que se extendía por la margen derecha del
alto y medio valle del Ebro, y que se verá parcelado en un área ibérica y
en otra celtiberica. La diferencia que presentan estos celtíberos con los
de la zona meseteña obliga a pensar que los habitantes de esta región no
intervienen en su configuración, por lo que creemos que corresponde a los
Campos de Urnas del Hierro del valle del Ebro, a los que se sumarían las
gentes desplazadas por las presiones ejercidas desde el litoral
mediterráneo, la responsabilidad de la concentración de una población, que
conservaría rasgos socioculturales y lingüísticos propios y distintos de
los nuevos que se configuran en la zona ibérica del valle del Ebro y de la
que asimilaría influencias aculturizadoras.
En la zona oriental de la Meseta encontramos para la II Edad del Hierro,
afinidades entre el territorio al norte del Duero y la zona de los cursos
alto del Jalón y Henares. Pero mientras en el primero existe una ruptura
en el poblamiento, ya que bastantes de los denominados castros sorianos de
la I Edad del Hierro se abandonan, surgiendo un nuevo sistema de hábitat
con necrópolis identificadas. En el segundo parece existir una
continuidad, al menos en algunas de sus necrópolis, que presentan
perduraciones que van desde fines del VII-mitad del VI hasta el II a.C..
No está comprobado cómo repercute en este territorio la crisis del Ibérico
Antiguo, aunque en el castro de Zarranzano existe una destrucción en el
estrato anterior a su abandono, junto con otros, se realiza en fechas
posteriores, y se vincula a la expansión del grupo que se asentaba en la
zona del Alto Jalón y Henares, tal como se desprende de la información de
las necrópolis. Con ello se configura el territorio nuclear de los
arévacos históricos.
Debe hacerse hincapié en la importancia guerrera de este grupo inicial del
Jalón –Henares y de su caballería, no sólo por lo que reflejan los ajuares
de sus necrópolis, y que las fuentes posteriores parecen refrendar, sino
también por el potente sistema defensivos de los castros sorianos que con
sus campos de piedras hincadas nos indican la inestabilidad reinante y el
peligro que supondría la caballería ajena, de la que se protegen.
El único territorio don de se percibe una continuidad desde fines del
siglo VII no debería diferir de las gentes existentes en el valle del Ebro,
obligados a reconfigurarse tras los acontecimientos del V, dado que las
afinidades con que se nos manifiestan en época histórica son mayores que
las diferencias que aparentemente presentan, caso del ritual de
enterramientos. Las diferencias que se expresan por la mayor o menor
tardanza en la adquisición de elementos culturales ibéricos, caso del
torno, son meros rasgos culturales cuya adopción dependerá de su situación
geográfica respecto a la zona de influencia. En todo caso se
desarrollarían contactos mutuos entre los pueblos denominados celtibéricos
que potenciarían sus rasgos comunes.
El sustrato de las poblaciones existentes en el siglo VII en toda la zona
de la Celtiberia se nos configura como gentes que unen a unas tradiciones
del Bronce local influjos de los Campos de Urnas tardíos, capaces de
impregnar costumbres, religión, lengua, amén de otros rasgos culturales y
que pudieron tener aportes étnicos cuyo grado ha de valorarse. En estas
influencias externas deben señalarse tanto las que se pueden vincular a la
zona del Bajo Aragón, que a su vez son evolución de penetraciones
anteriores, como las que hacia el siglo VIII atravesarían por los pasos
occidentales de los Pirineos. En esta múltiple fusión habría que ver el
germen de los celtíberos históricos, jugando un papel clave en su
desarrollo militar y económico la riqueza minera del Sistema-Ibérico.
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