CELTAS:
Grupo étnico: pueblos celtas en sentido
general (keltoi). Los primeros celtas que figuran en la historia
escrita, junto a los de las bocas del Danubio, y en la misma época
y fuente que ellos, son mencionados por Herodoto con este nombre (keltoi)
en el territorio sobre TARTESSOS, solar que aparecerá ocupado en
tiempo posterior histórico por los celtici (célticos). La Ora
Maritima de Avieno (versificación del IV d.C. de un periplo
masaliota muy anterior, del VI a.C.) sitúa en el occidente
peninsular a otros pueblos que la etnografía tradicional,
siguiendo los postulados de Boch Gimpera, A. Schulten y otros,
también señaló como célticos: CEMPSI y SAEFES; a la vez que
menciona a los propios celtas como un pueblo vecino de los LIGURES.
Y tanto Avieno como Herodoros de Herakleia (420 a.C.) incluyen
entre los pueblos tartessios a los ILEATES o GLETES, etnónimo a su
vez de sugestiva interpretación céltica (gletes-keltes).
Posteriormente, en tiempo histórico, los autores grecolatinos
contemporáneos a la conquista romana aludirán también a celtas en
la península, llegando inicialmente a considerar céltica toda la
zona peninsular al norte de los turdetanos y a occidente de los
íberos; y ya en época plenamente romana se señala aún la condición
específica de celta de distintos pueblos hispanos: celtici,
celtíberos, berones, callaeci, neri... incluso lusitanos y
vettones.
La llegada de pueblos celtas a la península
es un tema con más de un siglo de permanente discusión, sin que en
la actualidad haya quedado fehacientemente aclarado. La
lingüística, las fuentes clásicas y la arqueología ofrecen razones
que aún muestran ciertas divergencias sobre la naturaleza de la
presencia celta: etnográfica o cultural. Hoy se define como
“celtas”, en sentido estricto, a los pueblos asentados en los
territorios centro-occidentales europeos, al norte de los Alpes,
entre el VI y el I a.C. Celtas serían así las gentes de la cultura
de La Tène, y esta consideración alude a la identidad lingüística
y cultural de esas gentes, dejando de lado, por desconocida, su
filiación étnica. Ahora bien, sin que vayan necesariamente parejas
lengua y cultura, la lengua celta remontaría a un protocelta
procedente del “indoeuropeo” (término acuñado en 1813 por Thomas
Young), del que a su vez se define una fase aún anterior
denominada “antiguoeuropeo” (Hans Krahe, 1957); en tanto que la
cultura de La Tène procede de la de Hallstatt, que surge de los
Campos de Urnas, que a su vez remontaría a la más antigua de los
Túmulos. Y aun así, dado que existe un profundo desconocimiento de
la lengua hablada por las gentes de Hallstatt, anteriores a los
celto-hablantes de La Tène, su condición lingüística de
protoceltas se establece sólo en base a su afinidad cultural y
tecnológica con éstos, que a su vez permite suponer una
continuidad poblacional afectada por un proceso evolutivo
endógeno, que también alcanzaría a la lengua.
Tenemos así en sentido general a unas gentes
de etnia y lengua desconocida, sobre quienes en base a su cultura
“precéltica” podríamos definir cronológicamente como indoeuropeos
antiguo-protoceltas (Bronce Final – Campos de Urnas) e
indoeuropeos protoceltas (Hierro I – Hallstatt), en ambos casos en
función a su ascendencia espaciocultural sobre los verdaderos
indoeuropeos celtas (Hierro II – La Tène).
El carácter
expansivo de estas culturas y su condición tradicional de “celtas”
propiciaron que los historiadores de la primera mitad del siglo XX
desarrollaran una serie de teorías sobre sucesivas migraciones
“celtas”, integrando en cada una de ellas a un conjunto de pueblos
establecidos, siglos después, en aquellos supuestos puntos de
destino. Como antecedente a las oleadas propiamente célticas, y
sin mencionar otras más remotas como los “kurganes”, la cerámica
cordada, el campaniforme.., se aludió a una serie de migraciones
indoeuropeas precélticas durante el Bronce Final. Así D’Arbois de
Jubainville postuló una colonización occidental de alcance
hispano: la de los LIGURES (teoría defendida tiempo después por
Schulten y otros). Otros autores (Pokorny, Almagro Basch...)
señalaron que esa primera oleada, situada hacia el 1000 a.C,
correspondería en lugar de a ligures a ILIRIOS; para Menéndez
Pidal se trataría de AMBRONES e ilirios... Con posterioridad se
señalaron nuevas oleadas, ya célticas: hacia el 500 a.C. de celtas
goidélicos y hacia 270 de celtas britónicos.
Estas teorías “invasionistas” que
postulaban la avenida al occidente europeo de aquellas oleadas
celtas tuvieron en España por principal valedor a Pere Boch
Gimpera, quien desarrollaría (junto a Almagro Bach, A. Schulten,
J. Maluquer, A. Beltrán...) un corpus secuencial de avenidas
celtas desde el Bronce Final (X a.C.) que establecería, hasta los
años 80, el mapa “oficial” hispano de aquellos movimientos
migratorios, de los que se identificaron al menos cinco. Debido a
su interés historiográfico, y a la profusión de citas relativas a
esas migraciones que el lector puede encontrar en los textos, las
describimos a continuación:
Sería durante el siglo IX a.C. cuando grupos
célticos aislados penetraran por los pasos de las Alberas y otros
puntos más occidentales de los Pirineos, estableciéndose en la
montaña catalana, los llanos de Urgel, el oriente aragonés y algún
punto en la Rioja. Se estimaba que dichos grupos llegarían en
número limitado y se fusionarían con la población autóctona
preexistente, a juzgar por los escasos rastros que dejaron. La
arqueología les identificaba a través de los “Campos de Urnas”, la
toponimia les ponía en relación con los sufijos en ‘d/unum’ y ‘acum’,
y la etnografía les asignaba la paternidad del pueblo de los
BERYBRACES, posteriormente domiciliado en las montañas del
suroeste de Castellón. Algunos autores les relacionaron también
con los BERGISTANOS históricos.
Los pueblos de la segunda oleada llegarían
atravesando Roncesvalles hacia el 700 a.C.. Eran gentes de cultura
hallstáttica, procedentes del bajo Rin, que hallaron asiento sobre
el alto Ebro, el bajo Aragón y la Meseta; de donde posteriores
avenidas les replegarían a las zonas montañosas que bordean la
meseta superior. Entre ellos se identifica a BERONES en la Rioja y
PELENDONES (vid.) en la región de Vinuesa.
A estas oleadas les sucederían durante el
siglo VII a.C. al menos otras dos: la de los CEMPSI y la de los
SAEFES, ambas de cultura hallstáttica. Desplazados de Westfalia,
los cempsi hubieron de atravesar Holanda, Bélgica y la costa
atlántica francesa para llegar a la península sobre el 650 a.C.,
junto a parte de las tribus de GERMANOS, CIMBRIOS y EBURONES. Se
supuso que estos grupos germánicos habitarían algún tiempo en la
Meseta, de donde los cempsos partieron hacia tierras extremeñas y
el valle del Tajo portugués, mandando avanzadas a las provincias
de Huelva, Sevilla e, incluso, la serranía de Ronda. En su
vecindad se asentarían los eburones, que tendrían por capital a
EBURA (Évora), mientras CIMBRICUM (provincia de Cádiz) lo sería de
los cimbrios. Los germanos propiamente dichos optarían por su
parte por vivir entre el pueblo oretano, arrimados a las ricas
minas de Sierra Morena, zona donde después figurará la población
de ORETUM GERMANORUM.
Los saefes, tras ser expulsados del Rin por
la sempiterna presión germana, también arrastrarían a otros
pueblos en su largo camino a la península. SENONES, LUNGONES y
LEMOVICES se unieron en el este francés a saefes, SANTONES,
BITURIGES, NEMETATI, TURODITURONES, BOIOS, DRAGANI y VOLCOS. La
caravana en pleno aparecerá hacia el 600 a.C. en la Meseta, de
donde se irían repartiendo tomando la mayoría dirección
occidental. En las serranías de Teruel y Cuenca permanecerán parte
de la tribu de turoditurones junto a los volcos. El centro y norte
de Portugal será alcanzado por el grueso de los saefes,
acompañados de bituriges, boios, y otros. A Asturias llegaron los
lungones y parte de los dragani, que se extendieron también por
León y el este de Lugo. Nemetati, lemovices (LEMAVI) y turodi se
establecerían en territorio galaico, donde tiempo después
figurarán, respectivamente, en VALABRIGA (cuenca del Ave),
DACTONION (Monforte de Lemos) y AQUAE FLAVIAE (Chaves). De este
pueblo saefe sabemos que ostentaba como animal protector, de
carácter totémico, a la serpiente; circunstancia que refleja su
propio etnónimo (‘*saeph-’ es raíz indoeuropea con significado de
sierpe, serpiente). Los saefes protagonizarían antiguas leyendas,
difundidas por Avieno (Ora Marítima), que narran una invasión de
serpientes que expulsó a los OESTRYMNIOS de sus tierras, en clara
y emblemática alusión a aquella tribu. Lo mismo recoge una leyenda
local de Entrimo (topónimo sospechoso de filiación oestrymnica),
que narra cómo los pobladores del Monte dos Castelos fueron
expulsados por una invasión de serpientes, que llegaron desde el
Monte da Serpe hacia las tierras de Bande (territorio de los
galaicos QUERQUERNI, pueblo al que Tovar emparentó con los saefes).
Para más abundamiento se nos trasmitirá, como ya vimos, el nombre
de OPHIOUSSA (tierra de serpientes) en relación a estas tierras
del occidente peninsular. Para García Bellido Saefes es nombre con
que se denominarían a sí mismos; Ophioussa, por el contrario, es nombre que sirvió a
unas gentes extranjeras (griegos) para designar a aquellas tierras
a través del escaso conocimiento que tenían sobre sus pobladores.
La denominada quinta oleada sería la que más
población aportara a la península; y la primera en ajustarse, muy
a grosso modo, a la actual interpretación histórica y al concepto
cultural de “celta”. Se sitúa en la primera mitad del siglo VI
a.C., tiempo en que entrarían muchedumbres de celtas belgas de las
tribus de BELOVACOS, SUESSIONES, NERVIOS, AMBIANOS y VELIOCASSES,
a quienes también se unieron los AUTRIGONES. Entre éstos, los
belovacos estaban llamados a ser los definitivos propietarios de
la Meseta castellana, y de su etnia surgirían lo pueblos
históricos de AREVACOS, BELOS y TITTOS, a los que algunos añaden
también los VACCEOS. Arévacos, belos y tittos (junto a los LUSONES)
serán las tribus que conformen el núcleo de los CELTÍBEROS (vid.),
único grupo étnico hispano de lengua y cultura célticas, y
protagonista de la celtización, o celtiberización, de gran parte
del occidente peninsular. También el pueblo meridional histórico
de los CELTICI se consideró parte de esta migración (las fuentes
les relacionan con los celtíberos, la arqueología más
concretamente con los vacceos), sin que alcancemos a adivinar su
genealogía; tienen sin embargo el honor de ocupar un territorio
ocupado por los primeros celtas nombrados por la historia escrita,
junto a otros asentados en la región del alto Danubio, y serán
también protagonistas de una interesante odisea gallega en el II
a.C., una migración “interna”, que asentaría a grupos de ellos en
el Finisterre, junto a los NERI (García Bellido).
Posteriormente se registraron aún nuevas
avenidas, éstas ya de carácter plenamente histórico, como la del
año 104 a.C. cuando un nuevo contingente de CIMBRIOS (recordemos:
ya incluidos en la antigua oleada de los cempsi) penetró en la
península por el Pirineo y alcanzó la meseta. La defensa que
realizaron los celtíberos de sus tierras les resultaría tan
gravosa a estos cimbrios que hubieron de volverse a las Galias. La
noticia procede de Tito Livio, Plutarco, Obsequens, Séneca y
Hieronimus. Se tiene asimismo noticia de una migración de galos
llegada a tierras ibéricas de ILERDA, en el año 49 a.C.,
acompañando a las legiones de Julio César (acompañando en realidad
a la caballería auxiliar gala de esas legiones). Estos GALLI
parece que hallarían asiento definitivo en torno al río Gállego (GALLICUS
flumen), donde tiempo después figurará una toponimia alusiva a
ellos (FORO GALLORUM, GALLICUM, GALLICA FLAVIA, GALLORUM pagus).
Es probable que el propio César decidiera su asentamiento en la
zona del Gállego, estableciendo así con ellos una especie de limus
vasconum a fin de garantizarse la aquiescencia del pueblo vascón,
significado partidario de su enemigo Pompeyo y en fase expansiva
suroriental, al amparo de aquel, desde las guerras sertorianas.
A mediados del siglo XX comenzaron a surgir
algunas voces críticas cuestionando la realidad de estas teorías “invasionistas”.
Vilaseca, Maluquer, Sanmartí... únicamente admitían una avenida de
gentes indoeuropeas: la correspondiente a los Campos de Urnas. Por
su parte Gómez Moreno y Tovar reclamaron mayor atención a los
registros estratigráficos en relación a los lingüísticos; a Tovar,
por ejemplo, se debe la propuesta de establecer tres áreas
diferenciadas en la Hispania indoeuropea: área de las centurias
(hoy castella) del noroeste, área de las gentilidades (astures,
cántabros, pelendones, vettones, carpetanos), y el territorio de
celtíberos, berones y olcades de lengua celta de tipo goidélico.
También será Tovar quien llame la atención sobre un sustrato
“indoeuropeo occidental indiferenciado” que relaciona con el
Bronce Atlántico. García Bellido reduce entonces a tres las
migraciones importantes: indogermánicos preceltas, hallstátticos y
belgas belovacos, de las que sólo a la última le atribuye
aportaciones étnicas significativas. Caro Baroja hará por su parte
nuevas aportaciones a esta cuestión desde la óptica de las áreas
socioeconómicas.
Pero será a partir de 1976 cuando se desmonte
una de las principales estructuras de apoyo de estas migraciones:
la difusión peninsular de la cerámica excisa y de boquique. Molina
y Arteaga establecen un origen autóctono de estos tipos cerámicos
en la Meseta (vid. VETTONES), desvinculando su relación del
horizonte hallstáttico del Rin, y desmontando así la presunción de
unas oleadas célticas basadas arqueológicamente, casi en
exclusiva, en ese fósil director.
El conocimiento actual, por lo que a la
península se refiere, tiende hoy a aceptar la presencia de rasgos
culturales correspondientes a un pueblo de cultura indoeuropea
arcaica en toda la denominada área indoeuropea peninsular. Esta
presencia lingüístico-cultural (anterior a la formación del pueblo celta) se viene
denominando “indoeuropeo occidental indiferenciado” o
“antiguo-europeo”, y su más clara descendencia lingüística sería
la lengua lusitana o lusitano-galaica (teonimia, toponimia y
onomástica, conservación de la /p/ inicial e intervocálica, del
diptongo /eu/, de la raíz ‘pent-’...). Según esta hipótesis
formulada por Almagro Gorbea y aceptada en líneas generales,
también se detectaría dicho sustrato en el área de las creencias:
inclinación al santuario rupestre, teonimia arcaica, saunas
iniciáticas..., en el poblamiento y la sociedad: núcleo castreño,
economía pastoril, práctica del abigeato, fratías, división por
grupos de edad..; en términos lingüísticos antiguos y actuales
(términos comunes como río, arroyo, páramo, nava, berrocal...). Se
entiende que la presencia de este sustrato indoeuropeo arcaico
facilitaría posteriormente la celtización extendida en todas estas
regiones, directa o indirectamente, por los celtíberos.
Paralelamente a ese indoeuropeo arcaico se manifiesta la avenida
de pequeños grupos indoeuropeos a través de los pirineos
orientales, extendiéndose posteriormente por el valle del Ebro,
también al norte del mismo y por algunas zonas de la meseta. Se
trata de la cultura de los “Campos de Urnas”, de la que a su vez
se duda del verdadero calado de su presencia: étnico o cultural.
Uno de los últimos registros arqueológicos de estas gentes lo
encontramos al norte del Ebro, en Els Vilars de Arbeca, un poblado
del VII a.C. cuyo carácter (Campos de Urnas del Hierro I),
posición y cronología lo vinculan a un horizonte de procedencia
centroeuropea del Hallstatt (este yacimiento testimonia la primera
presencia peninsular de piedras hincadas antecastro, difundidas
una centuria más tarde entre pelendones y astures meridionales).
En tiempo más avanzado, y previo a los
celtíberos, se hace difícil distinguir arqueológicamente otras
avenidas, atribuyéndose las peculiaridades de ciertas tribus
tenidas por célticas tanto al propio proceso interno de desarrollo
de su sustrato indoeuropeo (vid. PELENDONES), como a su posterior
grado de permeabilidad a la celtización difundida por los
celtíberos.
Serán ya los celtíberos (únicos celtas para
muchos), relacionados con la migración de celtas belgas hacia el
VI, aún defendida por numerosos autores (que no entienden de otra
manera la presencia peninsular de su lengua celta), los encargados
de la celtización progresiva ideológica y cultural, no
lingüística, del toda el área indoeuropea peninsular: lusones,
vacceos, turmogos, pelendones, berones, vettones, en mayor grado;
y en menor grado lusitanos, galaicos, astures (salvo
meridionales), carpetanos..; enviando incluso contingentes netos
(según otros de origen vacceo) a la periferia turdetana, e incluso
a ciudades del Valle del Guadalquivir, formando allí el pueblo
histórico de los celtici. Entendiendo, según J. P. Mallory (1990),
que la lengua celta contaba en el continente con tres grupos
lingüísticos: lepóntico, galo y celtibérico, hemos de atribuir al
celtibérico una base arqueológica y cultural correspondiente a un
tiempo tal vez inmediatamente anterior a La Tène, relacionado aún
a Hallstatt o Campos de Urnas (1000-500), dado que apenas se
aprecian en la península registros de La Tène (salvo ciertos tipos
de espada: espadas “latenienses”, con ejemplares entre celtíberos,
vettones (Osera, Tamusia...), lusitanos (Herdade das Casas,
Redondo) y célticos (Capote); junto a fíbulas de La Tène y algún
otro registro). De lo que ya no cabe duda es de que la condición
lingüística de celta corresponde en la península, en exclusiva, al
grupo celtibérico: no olvidemos a su vez su carácter expansivo, de
manera que encontramos después una serie de pueblos peninsulares
de lengua indoeuropea y cultura celtiberizada.
Cántabros, astures y galaicos (éstos a pesar
de su denominación céltica de GALLAECI o CALLAECI (vid.), se
presentan como los pueblos menos celtizados del área indoeuropea,
en todo caso de forma escasa y tardía, como demuestra su apego,
aún en tiempo histórico, a tradiciones precélticas: vivienda
redonda, sistema social, economía... En estos territorios el
proceso de romanización resultó tan débil que los escasos rastros
célticos que poseían tuvieron la virtud de conservarse, aún cuando
otros pueblos indoeuropeos más celtizados perdieron ya
completamente aquella identidad debido a su profunda romanización
(caso similar, por ejemplo, al de la condición ibérica de los
CERETANOS); además de la terca inclinación de décadas pasadas al
uso de catalogar cualquier rasgo prerromano (en estos casos: de
carácter fundamentalmente indoeuropeo atlántico) como céltico.
Aparte de estas consideraciones lingüísticas,
el registro arqueológico únicamente evidencia una sola inmigración
de carácter etnográfico, compuesta por una serie de infiltraciones
demográficamente limitadas y efectuadas durante un período
dilatado: las gentes de los Campos de Urnas difundidas por Cataluña y el Valle del Ebro.
Sobre esta premisa, desde una óptica arqueológica, el resto de
rasgos célticos se atribuyen a una evolución interna de esa
cultura, afectada por diferentes particularismos regionales. Sin
embargo, una difusión tan limitada no aclara un asentamiento
peninsular tan extenso de lenguas “antiguoeuropeas” e
“indoeuropeas”, ni la cuestión del recurrido y escasamente
aclarado sustrato lingüístico común, ni la presencia posterior de
un grupo lingüístico verdaderamente celta: el celtibérico.
Intentaremos abordar, o mejor aun aventurar, un acercamiento a
estas cuestiones latentes desde antiguo.
Sobre el sustrato común indoeuropeo tal vez
proceda mejor hablar de dos sustratos: uno correspondiente al
Bronce Pleno/Final, asociable tanto al Bronce Atlántico como a
Cogotas I, y otro de estímulo Campos de Urnas. En este último
cabría distinguir a su vez los grupos más antiguos (Bronce
Final/Hierro I), de orientación ganadera y eclosión en torno al
Alto Duero, que serían responsables de un segundo sustrato
indoeuropeo (veremos), de aquellos otros más recientes,
preferentemente agrícolas y asentados en torno al Valle del Ebro
(Hierro I), a los que atribuiríamos la génesis del grupo
celtíbero. Tendríamos así dos sustratos indoeuropeos acumulativos
afectados posteriormente de una celtiberización cultural.
El primero, correspondiente al Bronce
Pleno/Final, se proyectaría asociado al comercio metálico de la
fachada atlántica, y ceñido por lo tanto a las rutas del estaño y
a la navegación de cabotaje (algunos autores señalaron que este
tipo de navegación efectuaría un “salto” desde la Bretaña a la
cornisa cantábrica, eludiendo la actual zona vasca y el oriente
cántabro: área que coincidiría con una zona no afectada de
sustrato indoeuropeo). Este primer sustrato correspondería a
aquellos contactos comerciales dilatados en el tiempo, acompañados
quizás de pequeñas migraciones, y estaría presente en origen en
todo el área indoeuropea peninsular y Tartessos, difuminándose en
el suroeste debido a las colonizaciones mediterráneas, y en el
resto debido a la implantación acumulativa del segundo, de la
celtiberización o de la iberización; salvo el caso del grupo
lingüístico lusitano-galaico no alcanzado por ninguna de aquellas
influencias (no orientalizado, ni iberizado ni celtiberizado). A
este primer sustrato correspondería la vivienda redonda
(petrificada por el 2º), la estructura social por grupos de edad,
numerosa hidronimia y alguna teonimia antigua, las prácticas
“endémicas” del abigeato, las fratías y el bandidaje tradicional
(y sacralizado: vid. BANDUE), y el grupo lingüístico
“antiguoeuropeo” de las lenguas lusitano-galaicas.
El segundo sustrato estaría asociado a los
Campos de Urnas antiguos (Bronce Final/Hierro I), relacionado con
grupos ganaderos que alcanzarían una eclosión cultural en torno al
Alto Duero (Castros Sorianos), de donde arrancaría una difusión
posterior vehiculada a través de este río y sus afluentes en torno
al VII-VI, detectable, entre otros rasgos, a través de la difusión
en torno a estos ríos de una toponimia provista del sufijo
indoeuropeo “arcaico” ‘-nt’ (VISONTIUM, NUMANTIA, AKONTIA,
TERMANTIA, CONFLUENT(ic)A, SECONTIA, PINTIA, SEPTIMAN(ti)CA,
PALANTIA, LANCIA, SENTICE, SALMANTICA, LANCIA OPPIDANA, PALLANTIA...).
Esta aculturación alcanzaría, con más o menos intensidad en grado
a la distancia y al carácter más o menos ganadero-pastoril de los
“destinos”, los futuros territorios autrigones y
cántabro-meridionales (Pisuerga, Arlanza, Arlanzón), astures (Esla,
Tera, Órbigo), vettones (Tormes, Águeda, Côa)... En la zona
arévaco-vaccea del mismo Duero este sustrato quedaría muy
desdibujado debido a la arraigada presencia “Soto” de carácter
agrícola, y a la posterior, fuerte y temprana celtiberización de
la zona. A este segundo sustrato correspondería la petrificación
de la vivienda redonda del primero, el castro amurallado, las
piedras hincadas, el santuario rupestre (atribuido por otros al
primero), el sufijo ‘-nt’, el sistema gentilicio...
Sobre el primero (o sobre el primero más el
2º) se implantaría el iberismo, más acusado en la cultura material
que en la lengua, entre carpetanos, celtíberos orientales,
vettones meridionales..; y posteriormente la celtiberización entre
vacceos, vettones, turmogos, autrigones, cántabros meridionales,
carpetanos septentrionales.., sin alcanzar directamente el núcleo
lusitano ni el galaico (irradiados parcial y respectivamente desde
territorio vettón y astur meridional). Toda esta área de común
sustrato resultaría afectada por ambas aculturaciones en grado a
la cercanía.
Otra cuestión es el asunto de la presencia
hispana de una lengua celta: el celtibérico, aparentemente
inexplicable sin venir acompañada
de aportaciones étnicas significativas. Tal vez debamos contemplar
su arribada en un momento de formación de la lengua celta
continental (de ahí su arcaísmo respecto a ese grupo lingüístico
celta), asociada a un entorno final de Campos de Urnas del VII
a.C. de orientación agrícola, detectable en el Valle del Ebro. En
el propio Valle del Ebro, donde estarían sus asentamientos
originales, se verifica en ese tiempo un proceso de ocupación
sistemática del territorio mediante numerosos núcleos de carácter
agrícola, y posteriormente (finales del VI – mediados del V a.C)
un abandono de la mayoría de estos asentamientos, y
simultáneamente un proceso de sinecismo que lleva a la
concentración poblacional en núcleos mayores, poco numerosos, que
acarreará una superación del sistema de jefaturas tribales y una
transición progresiva a la ciudad-estado, evidente ya a mediados
del IV a.C. Se trataría de un proceso paralelo al sucedido con
anterioridad en el ámbito ibérico, con el que esta zona
protoceltíbera manifiesta ya acusadas relaciones.
El progreso material producido por ese
contacto ibérico convertiría a estos grupos célticos en un pueblo
capacitado y expansivo, que extendería progresivamente su
presencia hacia occidente celtiberizando a otros pueblos
(recordemos: de común/es sustrato/s), y extendiendo de esta forma
su propia lengua celta (con carácter de “lengua de cultura” o
“lengua vehicular”. Vid. CELTÍBEROS), fortalecida ahora como rasgo
de identidad propia, junto a esa cultura superior “ciudadana”
recientemente adoptada de los íberos. Por contra, algunas zonas
orientales del solar original protoceltíbero perderían incluso la
lengua, al quedar después la zona completamente iberizada (sedetanos,
ilergetes meridionales, tal vez olcades...). Aunque de no mediar
ese progreso material, que facultó también la posterior adopción
de la escritura ibérica, nunca se habría manifestado esta lengua
celta con la fortaleza que la conocemos (téseras, tabulae,
monedas, inscripciones rupestres, cerámicas,
mosaicos...); como es el caso de otras lenguas indoeuropeas
peninsulares, tan sólo conocidas (?) por sus registros onomásticos
o toponímicos.
En resumen: la cuestión de la presencia de
pueblos celtas en la península ibérica continúa siendo un tema de
estudio y discusión. El progreso paralelo de la lingüística, la
arqueología, el estudio de las fuentes clásicas... facultará que
poco a poco vayamos despejando numerosas incógnitas que aún oponen
una franca resistencia.
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