M. Díaz Meléndez
A continuación, quiero presentar las
formas de poblamiento que se desarrollaron en el norte de Soria en la
antesala de la historia, cuyo testimonio ha quedado plasmado en nuestro
patrimonio arqueológico, pudiendo ser hoy en día todavía contemplado.
Este momento de nuestra Prehistoria
reciente, comprende lo que se ha venido llamando como Primera Edad del
Hierro, (siglos VI-IV a.C), periodo poco conocido pero notablemente
revelador, ya que es en estos momentos cuando se configuran las primeras
formas de ocupación estable y organizada de la región soriana.
Es por ello por lo que me he animado a dar
a conocer esta parte de nuestro pasado, esperando que los no iniciados
en estos temas puedan llegar a tener una mínima visión de los modos de
vida acontecidos durante estos tiempos tan lejanos, perdidos en el baúl
del olvido junto con nuestra esencia más remota, lo que somos en
realidad.
La
configuración del poblamiento castreño soriano: precedentes.
La
configuración de los poblados que van a surgir en el umbral del siglo VI
a.C se gesta durante los siglos anteriores, es decir entre el tránsito
del Bronce Final a la Edad del Hierro (1100-500 a.C., aprox.), dentro de
un proceso de larga duración.
Las
tierras sorianas durante la Edad del Bronce presentaban unas formas de
ocupación del medio diversificadas, principalmente al aire libre, en
llanos o en promontorios y cerros de moderada altitud pero con gran
visibilidad y control del entorno circundante, sin faltar algunos
hábitats en cuevas. Estas gentes tenían una gran movilidad y una escasa
fijación al territorio, lo que les permite ocupar tanto las zonas de las
vegas fluviales como las zonas de piedemonte y alta montaña,
desarrollando un aprovechamiento económico cíclico de todos los recursos
disponibles de un entorno muy variado, estando fuertemente condicionados
y adaptados a un medio ambiente hostil.
Tradicionalmente distintos investigadores han considerado estas tierras
poco pobladas durante el final de la Edad del Bronce, ya que los
hallazgos relativos a estos momentos son escasos. Aun así se podemos
seguir la presencia de sus habitantes en áreas como la confluencia de
los ríos Tera, Duero y Merdancho de clara vocación agrícola, donde son
frecuentes los hallazgos de vasos contenedores destinados a aprovisionar
harinas, así como dientes de hoz y molinos de mano, y algún ejemplo de
estructuras habitacionales, como las excavadas en el Molino o las
sacadas a la luz en Los Tolmos de Caracena, siendo cabañas circulares
constituidas por entramados vegetales sobre armazón de madera y manteado
de barro.
También en
las laderas y zonas altas serranas, donde aparecen multitud de hallazgos
sueltos formados por utillaje lítico, pudiendo asociarse a las
actividades pastoriles, al igual que en algunas zonas de valle con
importantes zonas de pastos de buena calidad, pasos ganaderos en la
confluencia de ríos y arroyos que descienden desde la serranía, las
cuales conforman puntos de concentración de grupos ganaderos que
regresan durante la invernada, como así lo reflejan las actividades y
medios de vida plasmados en los conjuntos de pintura rupestre
esquemática documentados en el monte Valonsadero, Fuentetoba, Oteruelos,
etc.
Estos
puntos de referencia común, están asociados con la necesidad de llevar a
cabo una alternancia de pastos altos en época estival, y pastos de
piedemonte y valle durante la invernada, tal y como sucede en la
actualidad, pudiendo desarrollarse en ellos diversas actividades que
irían desde las propiamente agropecuarias, intercambios de ganados,
objetos e ideas, hasta otras relacionadas con aspectos rituales,
organizativos, matrimoniales, etc.
En los
últimos momentos de la Edad del Bronce, se documentan algunos
yacimientos, que van asociados a la cultura que se desarrolla en toda la
Meseta durante estos momentos, conocida como Cogotas I, identificados
fundamentalmente a través de fragmentos cerámicos que tienen la
particularidad de estar decorados con técnicas de excisión, incisión y
boquique, como en Castilviejo de Yuba, Escobosa de Calatañazor, La
Barbolla, Fuentelárbol, Cueva del Asno y Santa María de la Riba de
Escalote entre otros.
Otro tipo de hallazgos para estos
momentos, son los metálicos, apareciendo bien sueltos, como hachas de
talón en San Esteban de Gormáz, San Pedro Manrique y Beratón, un hacha
de apéndices laterales en El Royo, un puñal de hoja pistiliforme y
lengüeta provista de ranuras para su unión con la empuñadura en La
Alberca de Fuencaliente de Medina y la punta de lanza y el puñal de
dudosa procedencia de Ocenilla, o bien formando depósitos, como el de
Covaleda, donde se hallaron tres hachas de talón con una y dos anillas
junto a otra plana con resaltes laterales y un regatón de lanza.
Este tipo de artefactos, documentados en
zonas de paso montañosas, se interpretan como el primer paso hacia la
apertura al exterior de estas poblaciones, ya que surgen en un contexto
en el que en toda la Península Ibérica se activan unos circuitos de
intercambios, impulsados desde el mundo atlántico, centroeuropeo y
Mediterráneo (navegaciones prefenicias). Se establecen redes de
contactos sociales que permiten, dentro de un contexto general, la
llegada de conocimiento de nuevas técnicas, como nuevos cultígenos,
novedades en el utillaje agrario metálico, mejoras en los transportes,
mayor demanda de productos, nuevas formas de diferenciación social,
donde el poder y la jerarquía social se alcanzaban con el trabajo de la
tierra a través del dominio de las estrategias matrimoniales y de la
política de intercambios, adquiriendo objetos de prestigio usados en las
transacciones sociales, etc., que serán asumidos por las poblaciones
locales, con diferente forma e intensidad, favoreciéndose las
condiciones de vida, como la posibilidad de alimentar a una población en
crecimiento y mantenerlas estables en el suelo prolongando las
ocupaciones.
Ya durante los comienzos de la Edad del
Hierro, encontramos algunas manifestaciones de estos crecientes
contactos, como la estatua menhir de Villar del Ala, que paulatinamente
van siendo más intensos, llegando principalmente desde el otro lado del
Sistema Ibérico, documentado a través de diferentes tipos cerámicos
(como los de decoración excisa), asociado a grupos
navarro-riojanos-alaveses que en su transterminancia ganadera entran en
contacto con estas poblaciones estimulando una trasformación que tendrá
como resultado el asentamiento en un territorio fijo. Tradicionalmente
esto proceso se vio asociado con invasiones “célticas”, es decir a la
expansión de los grupos que se incineran en campos de urnas, como los
que encontramos ya desde el siglo VII a.C en la llanura aluvial soriana,
aunque hoy en día se acepta más la difusión de ideas y modelos sociales
que son asimilados por las comunidades locales.
De esta manera, a finales del siglo VII
a.C., encontramos los primeros ejemplos de una nueva forma de ocupación
del entorno, fija en un territorio, como en Fuensaúco y El Solejón
(Hinojosa del Campo), los cuales buscan los cerros elevados con buena
comunicación, construyendo viviendas, cabañas circulares, realizadas con
materiales efímeros, ramas y barro.
Así pues, las sociedades móviles que
pudieron ocupar estos territorios, con estrategias económicas de
subsistencia, tenían la prioridad de mantener el orden tradicional
interno de la comunidad, en una actitud de dependencia y solidaridad con
la Naturaleza, vinculados al suelo, sometidos a sus ritmos, base de su
estructura social caracterizada por la repetición, en la que el futuro
debía ser concebido como el presente, ya que éste les había garantizado
la supervivencia hasta el momento. El cambio suponía riesgos, y generaba
un miedo que tardarán en superar, gracias a múltiples factores como la
posibilidad de acceder a ver los resultados que generarían esos cambios
gracias a su movilidad y a la reactivación de estos contactos que se
producen desde el Bronce Final, conociendo otros pueblos con quienes
pueden establecer intercambios y alianzas, lo que proporcionaría cierta
seguridad productiva y reproductiva, además de poder obtener la
información de cómo satisfacer lo demandado por el cambio, todo esto
dentro de unas circunstancias idóneas, de plena expansión de los
distintos modelos socioeconómicos que han ido gestando durante los
siglos anteriores en el Duero Medio y valle del Ebro.
Los costes derivados de la pérdida de la
movilidad y de sus tradicionales y conservadores modos de vida, se
superan creando un sistema de relaciones políticas intercomunitarias,
imprescindibles para su subsistencia, tanto en lo reproductivo, ya que
asegura la descendencia, como en lo productivo, asegurando la
subsistencia sin tener que incrementar la producción en el caso de que
se produjera un año de penuria. La ubicación en altura garantizaría la
continuidad de las estrategias productivas, que aunque se vean acotadas,
mantendrán esa diversificación de recursos y por lo tanto, esa gran
adaptación al medio desarrollada desde tiempos pretéritos, además de
permitir la comunicación con otros grupos.
Los castros
del norte de Soria y la I Edad del Hierro.
En el umbral del siglo VI a.C. van a
surgir una serie de asentamientos en la zona septentrional de Soria,
dotando por primera vez de una gran unidad al territorio, que se ocupa
ahora de manera sistemática, perviviendo hasta la mitad del siglo IV
a.C, momento en el que aproximadamente la mitad de éstos serán
abandonados, mientras que los restantes continuarán siendo habitados,
impregnados ya de una cultura celtibérica plenamente desarrollada y
consolidada.
Este tipo de emplazamientos, de los que
conocemos una treintena, se les denomina castros, entendiendo como tales
aquellas instalaciones que presentan fortificaciones artificiales,
aunque pueden utilizar emplazamientos de clara situación estratégica en
el ahorro de la erección de las obras defensivas.
Generan una red de poblados fortificados
claramente intercomunicados, dominando los cursos de los ríos
principales y de las vías naturales de comunicación, así como la
exclusividad del acceso a unos recursos naturales que satisfacen sus
necesidades, (comercio, metales y ganadería principalmente).

FIG
1: Vista del Alto de la Cruz de Gallinero

FIG
2: Muralla de Castilfrío de la Sierra
Paralelamente al desarrollo de los castros
del norte de Soria, se desarrolla en la llanura aluvial, las primeras
necrópolis de incineración, así como otro tipo de emplazamientos que no
presentan fortificaciones defensivas artificiales, aunque se ubican
también en altura, con diferencias con respecto a los aquí presentados.
Estos yacimientos se sitúan principalmente en la Tierra de Almazán, como
El Ero (Quintana Redonda), La Cuesta del Espinar (Ventosa de la Fuente),
El Cinto y La Corona (Almazán), Alto de la Nevera (Escobosa de Almazán),
El Frentón (Ontalvilla de Almazán), La Buitrera (Rebollo de Duero), y La
Esterilla (Torremediana), entre otros ejemplos.
Ubicación y Listado de algunos
castros del norte soriano:
Entre los castros que comienzan ahora su
andadura, a la espera de confirmar cronologías y añadir nuevos
descubrimientos, podemos ofrecer algunos ejemplos:
Castillo
de las Espinillas (Valdeavellano de Tera), El Castillo (El Royo), El
Castillejo (Langosto), El Castillo (Hinojosa de la Sierra), El Puntal
(Sotillo del Rincón), Castillo de Avieco (Sotillo del Rincón), Castro
del Zarranzano (Cubo de la Sierra), El Castillejo (Ventosa de la
Sierra), Alto de la Cruz (Gallinero), Los Castillejos (Gallinero), El
Castillejo (Castilfrío de la Sierra), Los Castellares (S. Andrés de
S.Pedro), El Castelar (San Felices), Peñas del Chozo (Pozalmuro), Los
Castillejos (El Espino), La Torrecilla (Valdegeña), Los Castillares I
(Villarraso), Los Castillejos (Valdeprado), Peña del Castillo
(Fuentestrún), El Castillo (Taniñe), El Castillo (Soria), El Castillejo
(Valloria), Los Castellares (El Collado), El Pico (Cabrejas del Pinar),
Alto del Arenal (San Leonardo), San Cristóbal (Villaciervos), Cerro de
la Campana (Narros), El Castillejo (Nódalo), y el Cerro de Calderuela?
(Renieblas), etc.
Breve descripción de sus
características:
Los emplazamientos son estratégicos,
presentándose en lugares de fácil defensa debido a sus óptimas
condiciones naturales, espolones, espigones fluviales, escarpes, colinas
o laderas, con una altitud media de 1200 m. sobre el nivel del mar.
Las dimensiones de los castros son
reducidas, siendo su superficie total inferior a una hectárea, erigiendo
construcciones defensivas en las zonas que no están protegidas por las
condiciones naturales. Así pues, la mayoría de los poblados se
fortifican con una única línea muralla de piedras de careo
natural, mampostería asentada, en la mayoría de los casos, en seco,
protegiendo el flanco más accesible, aprovechando para su trazado las
afloraciones rocosas. Estas murallas estarían formadas por dos
paramentos paralelos cuyo espacio interior se rellena con piedra y
tierra, pudiendo ser ataludadas, ofreciendo sección trapezoidal, o
presentar paramentos verticales, con unos grosores que oscilan entre 2,5
y 6,5 m., llegando a alcanzar alturas en torno a los 2,5-3 m., e incluso
4 - 4,5 metros.
Las puertas son difíciles de
documentar, siendo simples interrupciones en el trazado de la muralla o
en uno de los extremos junto a un cortado. La existencia de torreones
se documenta por el aumento en los derrumbes en determinadas zonas del
trazado de la muralla, atestiguadas en castros como el de El Royo,
Collarizo de Carabantes, El Pico de Cabrejas del Pinar, los Castellares
de El Collado, Alto del Arenal de San Leonardo, etc., destacando
Valdeavellano de Tera con cinco torres de planta circular adosados a la
muralla.
Un elemento característico de los castros
son las Piedras hincadas o chevaux-de-frise,
sistema defensivo que consiste en colocar series de piedras aguzadas y
de aristas cortantes, hincadas en el suelo, sobresaliendo entre 0,30 y
0,60m., en la zona más vulnerable del castro, por lo que no siempre
acompañan a la muralla en su recorrido. Se documentan en Castilfrío de
la Sierra, Castillejos de Gallinero, Alto del Arenal de San Leonardo,
Langosto, Valdeavellano de Tera, Taniñe, Hinojosa de la Sierra, y
Cabrejas del Pinar.
La presencia de fosos está
atestiguada en algunos poblados a partir de la observación de una ligera
depresión, que bien pudiera ser fruto de la extracción de material en
estas zonas con vistas a la realización de diversas construcciones.
En cuanto al urbanismo, cabe decir
que es el aspecto menos conocido ya que se detecta con dificultad, lo
que llevó a que muchos supusieran que la arquitectura doméstica
estuviera constituida por simples cabañas de arquitectura efímera,
considerando que las construcciones de mampostería habrían comenzado a
emplearse en un momento avanzado. Excavaciones más recientes, han dado a
conocer diferentes plantas de habitación de mampostería, como las
encontradas en el castro del Zarranzano, en el Castillo de El Royo,
Fuensaúco, Pozalmuro, El Espino, Hinojosa, Carabantes e incluso en
Valdeavellano de Tera, lo que permite suponer que existan igualmente en
las demás. Estas viviendas presentan plantas rectangulares y algunas
circulares como en el Castro del Zarranzano, siendo la primera la que se
adoptará en los últimos compases del Hierro I, configurándose un hábitat
ordenado.
Los ajuares materiales documentados son en
su inmensa mayoría cerámicas, vasos de superficies lisas y cuidadas,
fundamentalmente de tendencia cuenquiforme, y otras especies toscas,
contenedores de almacenaje, con decoraciones de digitaciones,
ungulaciones o cordones en los bordes. Los hallazgos metálicos son poco
frecuentes, mayoritariamente de bronce, apuntando con exclusividad al
siglo V a.C, como fíbulas, agujas, fragmentos de brazaletes, pasadores,
botones, etc. Destaca, en relación con la metalurgia, un posible horno
de fundición documentado en El Royo, donde aparecen moldes de arcilla
para la fabricación de objetos de bronce y escorias de hierro, cuya
materia prima se recogería del entorno, siendo conocidos los recursos
férricos y cúpricos de Vinuesa, así como los del Moncayo cuya
explotación será algo posterior. Entre los ajuares domésticos destacan
las fusayolas de barro y las pesas de telar, relacionados con
actividades textiles, así como ponderas, fichas cerámicas circulares con
perforación central, interpretadas como fichas y bolas de arenisca o
arcilla, que pudieron servir para el juego, y los molinos barquiformes
y circulares para la transformación de harinas.
Economía y alimentación:
Las estrategias productivas buscarán la
diversificación de los recursos repartidos en el entorno. Así pues
desarrollan una agricultura en los terrenos más inmediatos, a las faldas
de los cerros donde se asientan, con menor gasto para el traslado,
cultivando hortalizas, leguminosas y cereales de secano, como trigo y
cebada, documentadas en los análisis de residuos de las cerámicas y
molinos, destacando, como curiosidad, la elaboración de cerveza, cuyo
proceso se documenta tanto en Numancia como en Hinojosa del Campo,
siendo este último lugar el que presenta las fechas más antiguas de la
elaboración de este caldo (siglo VI a.C).
La ganadería sería una actividad muy
destacada en este medio geográfico que ofrece grandes posibilidades para
su desarrollo, como los fondos de valle que serían utilizados como
pastos comunales. Los animales domésticos documentados son
principalmente ovicápridos, vacas, caballos y perros, desarrollándose
estrategias pastoriles que buscarán el contraste de pastos de verano e
invierno, como la dula, que no es más que la organización que
designa a un pastor el traslado del ganado en verano a unos pastos
comunales, tradición que a pesar de vincularse a un origen medieval,
presenta en este contexto socio-económico una relación con el mismo que
puede retrotraer su desarrollo a estos momentos. Además aprovecharían
toda una serie de recursos que ofrece el entorno boscoso, muy apto para
la caza del ciervo y jabalí, y para la recolección de madera y frutos
silvestres como bellotas.
La dieta alimenticia de estas poblaciones,
sería fundamentalmente vegetal, consumiendo cerveza, harinas y panes de
bellotas elaboradas en los molinos anteriormente citados, o gachas,
donde se mezclan diversos cereales con la leche que les proporcionaba el
ganado. Raramente comían carne, más que la que proporcionaba la caza,
puesto que el ganado era utilizado fundamentalmente para obtener
productos secundarios como los derivados lácteos, abonos o la lana, ésta
última muy adecuada para protegerse del frío, destacando la confección
del sagum, prenda que a modo de capa con capucha ha sido utilizada a la
largo de la historia hasta la actualidad.
Este régimen alimenticio ofrecía notables
carencias, siendo frecuentes las enfermedades como la avitaminosis
aviar, el bocio endémico, los sabañones, el raquitismo, caries dentales,
etc, lo que definiría el aspecto morfológico poco desarrollado de estas
gentes, con estaturas bajas en torno a 1,60 metros.
Sociedad y formas de vida
El tipo de sociedad que generan estos
castros es de tipo tribal, sociedades igualitarias fundamentadas en un
antepasado genealógico, adoptando una explotación colectiva de la
tierra, lo que no significa que no existiesen diferencias de riqueza
ente los miembros de la comunidad. La familia será el eje vertebrador de
estas sociedades, cuyas formas de autoridad derivan de la
institucionalización de unos linajes que regularán la vida de estas
gentes, protagonizando los intercambios y alianzas con otros grupos y
planificando y organizando de manera autónoma las actividades
productivas que se desarrollan en éste.
Se restringe el acceso a la tierra a toda
persona ajena a este grupo, creándose una territorialidad que implica la
individualización de cada lugar con respecto a si mismos, y frente a
otros pobladores, autodefiniéndose como grupo, por lo que se formarán
fronteras y murallas, estas últimas dotadas de múltiples significados
aparte de los defensivos.
Generan un tipo de hábitat castreño que
es resultante de la rígida planificación que se lleva a cabo
previamente a su construcción, buscando el equilibrio entre la fuerza de
trabajo que poseen y la diversidad de recursos que les ofrece el
entorno, no pudiendo superar un límite demográfico previamente
establecido, ya que esto traería consecuencias negativas para la
supervivencia.
El castro como unidad campesina básica de
producción, generalizada e independiente, busca la homogeneidad entre
ellos, negando la creación de poblados dependientes entre sí, por lo
que ante un aumento demográfico adoptarán la solución de la
segmentación, es decir la creación de nuevos poblados semejantes con los
que establecerán relaciones de solidaridad e intercambio matrimonial.
Esta adaptación y estabilidad, dependía en parte de no exceder unos
volúmenes demográficos determinados, así el tamaño del grupo no podía
ser ni tan pequeño como para no generar la fuerza del trabajo suficiente
para mantener los niveles de producción culturalmente fijados, ni tan
grande como para que se produjera una intensificación de los procesos de
trabajo, sino una decisión del grupo sobre la cantidad de trabajo a
invertir. Es esta una de las razones por lo que se erigen estas
impresionantes murallas, las cuales vendrán a desempeñar múltiples
funciones que van desde lo propiamente defensivo, ante la posibilidad de
amenazas externas, hasta lo meramente social, frenar el crecimiento de
los poblados, pasando por otras como la expresión simbólica de la
identidad de grupo o la protección de la comunidad ante los fríos
vientos que azotan estas tierras.
Esa búsqueda de la diversificación de los
recursos que les ofrece el entorno, conlleva la necesidad de organizar
las tareas de cada uno de sus pobladores. Los hombres llevarían a cabo
las actividades agropecuarias más “pesadas”, principalmente aquellas que
llevaban aparejado el desplazamiento fuera del poblado, como las
pastoriles. Mientras que las mujeres, debido a su condición
reproductora, ayudadas por los jóvenes, realizaban aquellas tareas
desarrolladas en el entorno más inmediato, como el cultivo de huertos,
la transformación de alimentos, elaboración de artefactos, cuidado de
los niños, etc., recayendo sobre éstas el peso intelectual del grupo.
Tradicionalmente se acepta que eran ellas las que marchaban a otros
poblados para casarse, jugando un papel muy importante en las alianzas
intercomunitarias.
La
desaparición de estos castros y el comienzo de una nueva etapa. La
Segunda Edad del Hierro:
A partir de la mitad del siglo IV a.C
asistimos a la implantación de poblados nuevos, paralelamente al
abandono de la mayor parte de los castros serranos, cuya situación y
emplazamiento difieren notablemente de estos últimos. Se produce un
incremento de la población en la zona centro, acusándose una mayor
presión en los márgenes del Duero, campiña de Almazán y zona centro,
sobre los ríos Avión e Izana. Estos nuevos poblados se emplazan
preferentemente en lugares elevados, cerros destacados en amplias
llanadas aptas para la agricultura de secano, sin faltar las pequeñas
granjas que se disponen en el llano. Asistimos, por tanto, a un cambio
en el régimen de vida que se refleja en la adopción de una nueva manera
de organizar la sociedad, asumiendo el modelo organizativo que venía
desarrollándose y expandiéndose desde el valle del Ebro, cuya
implantación definitiva configura la cultura celtibérica propiamente
dicha.
Los poblados ahora se organizarán a través
de una calle central, en torno a la que se disponen viviendas de planta
rectangular adosadas entre sí, cuyos muros traseros conforman una
muralla.

Fig.3: Castros del Hierro I: 1)
Hinojosa de la Sierra, 2) Castilfrío de la sierra, 3)
Valdeavellano de Tera, 4) Taniñe. Poblados de zona Almazán:
5) Rebollo de Duero, 6)
La Corona Almazán.

Fig.4:
Poblados de mitad s.IV a.C: 7) Arévalo de la sierra, 8) Ventosa
de la sierra. Poblados celtibéricos (s.III-IIa.C): 9)
Calatañazor, 10) Izana, 11) Ocenilla, 12) Suellacabras. Según B.
Taracena.
En lo referente al plano económico,
asistimos a un progresivo desarrollo de una agricultura cerealera
extensiva que emplea nuevas técnicas de cultivo, complementada con una
ganadería de bóvidos y ovicápridos, así como a la activación de las
minas de la sierra del Moncayo, que permite alcanzar un desarrollo
significativo en el plano de la metalurgia, principalmente en el trabajo
del hierro y bronce.
Se configura una nueva organización social
de tipo gentilicio y guerrera que genera una creciente jerarquización
social basada en las clientelas personales, las cuales favorecen el
mercenariado y las razzias, además de conformar un nuevo ritual
funerario basado en la cremación. Todo esto, viene a reflejar la ruptura
del equilibrio mantenido por las sociedades castreñas del primer Hierro.
Así pues,
la mitad de los castros serán abandonados, mientras que la otra mitad
perviven junto a los nuevos emplazamientos que se crean en estos
momentos de principios de la Segunda Edad del Hierro. Aparecen ahora
poblados con presencia de cerámicas realizadas a torno, como el Castelar
de Arévalo de la Sierra, La Muela de Garray, Los Villares (Ventosa de la
Sierra), Torre Beteta (Villar del Ala), Los Cerradillos (Portelárbol),
Cerro San Sebastián (Fuentetecha), Transcastillejo (Cirujales del Río),
El Castillejo (Omeñaca), o Cerro Utrera (Ventosilla de San Juan), entre
otros muchos ejemplos.
Estos poblados, de mayor extensión que los
anteriores, llevan a cabo un proceso de concentración demográfica que
tiene que ver con la progresiva creación de una sociedad de clases, en
la que las élites guerreras se encargarán de concentrar y distribuir los
excedentes, jerarquizando un territorio formado por poblados y granjas
que aceptan la imposición de la capital más cercana..
Durante el siglo III a.C, la cultura
celtibérica está plenamente formada y la mayoría de los poblados que
continuaron su existencia durante el siglo IV a.C, van siendo absorbidos
por otros más grandes, como en el caso de los Villares de Ventosa de la
Sierra, que concentra en un mismo espacio a la población del valle de
Arévalo.
Esta dinámica trae consigo la
configuración de las primeras protociudades, a las que llamaremos
oppida, como Numancia, Tiermes, Uxama, Voluce, etc., formadas por un
amplio territorio organizado, donde también encontramos asentamientos de
mediano tamaño, así como castillos que controlan los territorios
fronterizos, como el de Ocenilla, Otalvilla (Carbonera de Frentes),
Golmayo, Taniñe y San Felices, entre otros, consiguiéndose la
uniformidad cultural de la etnia arévaca, cuyo apogeo se centra entre
los siglos III y II a.C, hasta que la presencia de Roma vuelva a
reorganizar el territorio.
*
La redacción de este artículo se ha llevado a cabo gracias a la
exhaustiva recopilación de toda la información generada por diversos
investigadores, entre los que destacan Romero Carnicero (1991) (Los
castros de la Edad del Hierro en el Norte de la provincia de Soria.
Studia Archaeologica, 75. Valladolid), Bachiller Gil, Blas Taracena,
Burillo Mozota, Ortega Ortega, Jimeno Martínez o Ruiz Zapatero, entre
otros muchos. La finalidad de este escrito ha sido meramente
divulgativa, por lo que se han obviado las citas referentes a estos
trabajos de investigación, no obstante doy las gracias a todos ellos por
hacernos conocer mejor nuestro pasado.
© Mario Díaz
Meléndez
Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid y
Arqueólogo
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