
"Los
jinetes galos, llevando cabezas colgadas delante del pecho de sus
caballos y clavadas en las lanzas, entonando cánticos según su
costumbre..." (Tito Livio)
"Los celtiberos
cortan las cabezas de sus enemigos muertos en el combate y las
cuelgan de los cuellos de sus caballos..." (Diodoro de Sicilia)
Para los celtas, la
cabeza cortada de su enemigo era, además de un trofeo, la residencia
del alma, la sustancia del ser humano. Convenientemente embalsamada
les proporcionaría la inmortalidad y les transmitiría otras
cualidades.
Los
jóvenes guerreros se iniciaban a través de este rito y, en su
momento, salían en su busca y retornaban con ella colgada de su
caballo. Esta era la señal de su madurez militar y su derecho a ser
considerados como adultos para casarse y formar una familia.
Las
cabezas se exponían en las sillas de sus caballos, en las puertas de
las casas o en lugares visibles. No se aceptaba su devolución a los
familiares del vencido ni por grandes cantidades de dinero u objetos
valiosos. Así, acabaron figurando en las monedas, tesoros y
monumentos.

Los irlandeses, cuando iban a guerrear acostumbraban a decir “vamos
a cosechar cabezas”.
En
los
Anales de los Cuatro Maestros
se puede
leer que Aed Finnliath, el rey de Irlanda, luego de derrotar
a los ejércitos de Dinamarca, en el año 864, ordenó que se
amontonasen todas las cabezas de los enemigos muertos, porque
consideró que no existía una mejor prueba de la gran victoria
conseguida.
Sin embargo, no se opinaba lo mismo cuando el derrotado era de la
misma raza. En una guerra entre dos naciones celtas, al caer muerto
el
célebre rey-obispo Cormac, en el año 908, uno de sus enemigos le
cortó la cabeza, que luego entregó a su rey Flann Sina, el
cual en lugar de aceptarla prefirió devolverla a sus familiares.
En una trágica leyenda galesa se cuenta que Bran el Divino se
enfrentó a tantos enemigos en una batalla que fue vencido. Antes de
expirar pidió a sus siete amigos, que eran los únicos
supervivientes, que le cortaran la cabeza y la llevasen lejos de
allí, pues no quería que pasara a convertirse en un trofeo para sus
enemigos. La petición fue cumplida con tanto rigor que los siete la
seguían guardando cuando llegaron al otro mundo, donde se la
pudieron entregar a su propietario. Junto a éste permanecieron 80
años, hasta que uno de ellos cometió un delito imperdonable, cuyo
castigo provocó que los siete volvieran a la Tierra. Llevaron de
nuevo consigo la cabeza de Bran, el cual les había aconsejado que la
enterraran en el centro de Londres, para que así toda la Britania
fuera defendida de cualquier mal, y así lo hicieron. Hasta que un
grupo de malvados la desenterró, lo que desencadenó calamidades de
todo tipo.
Esta
leyenda ayuda a comprender por qué los mismos héroes celtas pedían
que se les cortara la cabeza cuando caían en una batalla. Después la
cabeza sería conservada por la familia en el mejor lugar de la casa,
y hasta la adornarían con oro y otros metales preciosos, sobre todo
cuando el embalsamamiento estuviese perdiendo sus efectos.
Otra de las costumbres celtas era convertir las cabezas, o las
calaveras, en vasos que utilizaban en sus banquetes. Realmente no
temían a la muerte, como demuestra la bravura con la que combatían.
El guerrero celta se limitaba a llevar la espada, el escudo y un
torque o collar, a la vez que todo su cuerpo aparecía desnudo sobre
el caballo o a pie. Si se le arrebataba el torque en una batalla, se
consideraba vencido, aunque siguiera empuñando la espada o la lanza.
Bibliografía:
Los celtas - Manuel
Yáñez Solana
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